Es el momento del reposo y del juicio, dijo Macario, el célebre personaje en el que se representó la inteligencia y la responsabilidad de la decisión más importante, ante el reto mayor de la vida.
Es el momento del reposo y del juicio para Ignacio López Tarso, un personaje que en vida ya había trascendido a la memoria perdurable de muchos mexicanos y que, en una rara combinación de personalidad fuerte y sonrisa paternal, nos ayudaba a diferenciar el deber del querer, los lados mínimos de la existencia humana.
El arte, desde siempre, ha tenido como fin ofrecernos espacios en los cuales deambular para fugarnos de las inconveniencias de la vida.
Si bien nos enfrenta a posibilidades de ser, que nos atrapan y seducen, también nos hacen olvidar, perdonar y mentir. Nos refuerzan identidades que, aun sabiendo que no son propias, siempre serán deseables.
Don Ignacio siempre militó sin cortapisas en una especial mexicanidad, la cual, en cada una de sus participaciones artísticas, dignificó y en cada uno de los liderazgos que ejerció, perpetuó.
Recordar su imagen indiscutiblemente trae a la memoria, la de aquellos soldados revolucionarios, a los que dio vida en el arte, pero con los cuales comulgó en la vida real, en propósitos, métodos y aspiración de nación.
La vida nos sugiere que, si puedes pensar, puedes hacerlo. El arte, en ese sentido, guarda un paralelismo increíble con el servicio a los demás. Nos motiva a realizar nuestros pensamientos.
Con esas convicciones, Don Ignacio nos guío por la historia nacional y nos compartió su representación magistral, que coincidió con la etapa de la Revolución Mexicana, en la cual identificó la esencia reivindicadora de sus personajes.
En todas sus películas, en sus puestas en escena y en sus corridos, encontramos razones para no olvidar el patrimonio nacional que nos heredaron nuestros antepasados. También, encontramos esperanza para caminar por senderos de libertad y justicia, más allá de la fantasía propia de la actuación.
En su carácter enérgico, decidido, franco y transparente, está retratado el verdadero carácter del ser mexicano. Hombres y mujeres, todos, encontramos en su personalidad ese espejo de la verdad, en el cual retratamos nuestras potencialidades.
Por eso, siempre quisimos ser: Macario o Pito Pérez. En los dos están los arquetipos que todos entendemos, porque somos algo de ellos en la vida real.
También, reconocemos la aportación de Benito Canales o Gabino Barrera y recordamos el sacrificio de Emiliano Zapata o queremos subirnos a la Máquina 501, la que corrió por Sonora.
Siempre supo ser auténtico y vertical, cuando se sabe que lo correcto, duela o cueste, debe hacerse para ser uno mismo, de una sola pieza.
En todas sus interpretaciones, López Tarso, nos recordó que nada cae del cielo, que todo lo debemos construir, por eso, encontramos en sus personajes, ejemplos de colaboración y solidaridad y un aprendizaje, si nos entendemos y ayudamos, nuestras aspiraciones serán realidad.
El arte le reconoce sus virtudes y sus amigos le aprecian sus afectos. También es cierto y lo ratificamos plenamente, que supo enseñarnos, en la fantasía real de su arte y en su vida, que la vida: “Hay que saber vivirla”.
Hoy, López Tarso está fundido en Macario, su Macario con quien ahora comparte la inmortalidad, sin olvidar las tentaciones de quien nunca tuvo y tiene, siempre tendrá algo que convidar.