Este viernes 24, Sergio Salomón Céspedes Peregrina cumplirá cien días de haber rendido protesta como gobernador de Puebla en el Congreso del estado.
Desde entonces, como es natural, se han movido muchas cosas.
Tras un primer tramo de teléfonos caídos con Adán Augusto López, secretario de Gobernación, vino una trama de conciliación y reconciliación.
Al primer encuentro con el secretario le sucedieron varios más.
La culminación del inédito trato entre ambos se dio cuando Adán Augusto fue a Casa Puebla y relató entre risas el caso de los teléfonos caídos.
Ya he narrado en otras columnas cómo, gracias a la operación quirúrgica encabezada por el diputado Jorge Estefan Chidiac, legisladores de todos los partidos votaron a favor de quien hasta ese momento era el presidente de la Junta de Gobierno y Coordinación Política del Congreso.
La gran relación que el hoy gobernador tejió en su momento con sus pares fue el motor que encendió la maquinaria.
Él generó prácticamente la unanimidad.
Fueron horas cruciales.
Un titubeo hubiese cargado con todo.
Un paso atrás habría modificado el rumbo político del estado.
Todo esto lo entendió posteriormente el secretario de Gobernación federal.
Por ello, lejos de bloquear al recién llegado a Casa Aguayo —como esperaban los odiadores de siempre—, abrió las puertas de la Federación y sensibilizó al presidente López Obrador.
A partir de ahí, los cien días se han vuelto un árbol generoso que está dando los primeros frutos.
No han faltado las disidencias en este tramo.
Disidencias internas, faltaba más.
Lo extraño es que las ramas no se hubiesen movido.
No a todos les gusta la película que estamos viendo: una película con actores y actrices diferentes que vinieron a relevar a personajes demasiado vistos o burocratizados.
No podría ser de otra manera: el gobernador ha estado incorporando al Gabinete a aquéllos a quienes les tiene la suficiente confianza como para equilibrar un gobierno de apenas dos años.
Muy joven este gobierno para jubilarse, muy viejo para regresar al kínder.
No hay puntos medios.
Hasta para parir, a veces se requieren fórceps.
El gobernador ya se ganó la confianza del huésped de Palacio Nacional.
Se ganó también la certidumbre de los actores —y actrices— que aspiran a sucederlo.
No ha sido fácil.
A la mitad de una guerra lo normal son las granadas de mano o las bombas químicas a las que sólo sobreviven las cucarachas.
Hasta ahora únicamente hemos visto ligeros lances.
La sensatez del gobierno ha generado la necesaria civilidad que la ocasión requiere.
No está enrarecido el ambiente para lo que viene.
No todo es unanimidad.
Y qué bueno.
Toda unanimidad es sospechosa.
Es en la disidencia donde se construyen los mejores acuerdos.
Estos cien días han definido una carta de navegación.
El gobernador Sergio Salomón sabe muy bien a qué escala de aguas hay que navegar.
Conoce, pues, el tamaño de las profundidades y las alturas del terreno, así como la naturaleza del fondo, los detalles de la costa, los peligros a la navegación, la localización de luces y el riesgo de llegar a algunos puertos.
Ha nadado entre tiburones.
Tiene ubicados al tiburón blanco y al tiburón toro.
Sabe que algunos son depredadores y huelen la sangre a distancias cortas.
Sabe que algunos son grandes solitarios y que otros sólo atacan en grupo.
Conoce las reglas del boxeo bajo el agua y tiene claro que están permitidos los puñetazos, las patadas, los golpes precisos en la nariz del escualo.
Pero también está al tanto del viejo consejo marino:
“Recuerda que debajo de la nariz queda la boca”.
Todo esto lo tiene claro.
Por eso ha lanzado dos inéditos arpones: conciliación y reconciliación.
Frente a la tentación de la guerra ha antepuesto la posibilidad de la paz.
Y vaya que le ha dado resultado.
Por esa ruta habrá de perseverar después de los —inminentes, ineludibles, insoslayables— primeros cien días.
