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viernes, noviembre 22, 2024

Adicciones, perversiones, poluciones…

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Todos los días, de lunes a viernes, el presidente López Obrador da clases de historia de México a un público expectante formado por adictos y odiadores.

En ese sentido, la mañanera se ha convertido en una gran escuela de formación de cuadros.

Las clases no sólo abarcan hechos históricos.

También incluyen materias que de un día a otro fueron borradas de los programas escolares: ética y civismo.

AMLO, como lo dice Abraham Mendieta, académico español que reside en México desde hace más de dos años, se ha convertido en el principal pedagogo del país.

El presidente es un profesor que ha hecho de la constancia y la tenacidad algunos de sus más valiosos atributos.

Es inevitable no ligarlo a algunos de nuestros inolvidables profesores del pasado.

A mí me recuerda, por ejemplo, a mi maestro de quinto año de primaria: un disciplinado profesor que tenía cara de llamarse Rogelio.

Ése fue un año clave en mi formación académica.

Y es que en sus clases aprendí lo poco que sé de gramática.

Desde entonces escribo pensando en el sujeto, el verbo y el complemento.

Toda buena prosa contiene esos elementos de la lengua.

El profesor Campos, mi maestro de sexto año de primaria, completó esa pasión.

(A mi maestra Evangelina —quien vivía un romance extramarital con el profesor Gadi— le debo mis primeras poluciones nocturnas. Todavía, en sueños, me asalta el recuerdo de sus espléndidas piernas).

De mi paso por la secundaria, una profesora se volvió inolvidable: la de matemáticas.

Era una mujer grande de edad, ligeramente encorvada, con voz de mando y lentes de intelectual.

Su magnífica dicción hacía juego con el ceño fruncido.

Sólo faltó un elemento en la ecuación: que yo comprendiera su materia.

A ella le debo una gran enseñanza: que las cosas maravillosas —como el arte, la poesía y las matemáticas— no requieren ser entendidas para ser amadas.

(Las hermosas piernas de la joven maestra de taller de electricidad forman parte de ese cuadrivio de mi Edad Media).

En la preparatoria tuve dos profesores que definieron mi vocación y devoción por las palabras: Celia Begovich y José Muñoz Cota.

La primera —una gorda enorme y maravillosa— me daba ética.

El segundo —un legendario personaje muy parecido al cineasta Alfred Hitchcock— era mi profesor de Historia de México.

Doña Celia tenía una voz grave, rotunda, aunque cargada de ternura filosófica.

Muñoz Cota, en cambio, tenía una voz de orador, pero sin el tonito cansado de los viejos políticos mexicanos.

Narraba la historia sin apuntes de por medio, sólo a través de su gran, brutal, memoria: una memoria generosa que hurgaba pasajes inéditos del pasado efímero.

Y lo hacía, pese a su ya avanzada edad, siempre de pie.

(Nunca lo vi sentado).

Doña Celia, en cambio, sólo se paraba para salir del salón de clases.

Por supuesto, faltaba más, sus robustas piernas eran ricas en varices.

Era experta también en la ilustración y el pensamiento mexicano.

Su apellido —que venía del Begović eslavo— era fuerte como ella.

De Muñoz Cota aprendí la pasión por la historia, misma que él aprehendió del gran José Vasconcelos, de quien fue secretario particular en su mejor época.

Me detengo.

Otro día haré el retrato de mis profesores de literatura en la universidad.

Regreso al presidente López Obrador.

Cuando el gobierno de Peña Nieto arremetió en contra de los profesores y los hizo pasar públicamente como flojos y conflictivos, AMLO rescató de éstos la pasión por la enseñanza.

Se dice fácil.

No lo es.

Hizo algo más: les devolvió la dignidad.

Todos los días, pues, el presidente pedagogo dicta cátedra en Palacio Nacional en el mejor estilo de Muñoz Cota: siempre de pie y sin recurrir a apuntes.

Cuando su sexenio termine, vamos a extrañar esos memoriosos monólogos y soliloquios desde Palacio Nacional.

Incluso sus odiadores serán víctimas de la nostalgia.

Ya lo verán.

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