(Apuntes sobre Pablo Milanés en tiempos del progresivo)
Lo que hizo Pablo Milanés con La vida no vale nada, fue extirparle a la música de protesta latinoamericana los tan manoseados acordes de una docena de guitarras belicosas rasgadas al mismo tiempo, y los corales exagerados de tonos marciales que los chilenos (en especial Quilapayún) llevaron a las calles y a las peñas.
Los hermanos Parra (Violeta y Ángel, para ser específicos porque Nicanor andaba en otras cuecas) dotaron a la música de protesta de letras bellísimas y melancólicas llenas de paisajes bucólicos y rutas cifradas para el consuelo de los exiliados, mientras que a Víctor Jara le cortaban las manos antes de asesinarlo en el estadio.
Los chilenos son, quizás, los reyes del desgarramiento en tiempos de las dictaduras militares, y sus canciones son utilizadas, hasta hoy, a la hora de marchar y manifestarse. Así, en años recientes, en marchas feministas y de repudio al sistema, El derecho de vivir en paz, de Jara (1971), se hace presente en las voces y en las manos de los chilenos que salen armados de guitarras y charangos en vez de bombas molotov.
El derecho de vivir en paz fue escrita, claramente, como una canción de protesta contra la intervención estadunidense en Vietnam. Y yéndonos un poco más allá de la letra, podemos decir que es la incursión de Jara en la música experimental (y progresiva) que no se quedó en acordes simples ni en la guitarra y el bombo, sino que incorporó el órgano, el tiple, la batería, el bajo y la guitarra eléctrica, lo que la transformó en una pieza de tintes psicodélicos.
Lo mismo hicieron Caetano Veloso, Gilberto Gil y George Ben en Brasil con el movimiento Tropicália, y en Cuba, Pablo Milanés, lo que los coloca en un lugar aparte del resto de músicos que jamás abandonaron los sonidos tradicionales: la flauta de pan, la quena y los ponchos como representaciones estéticas de su descontento.
Hoy que ha muerto Pablo Milanés, confirmo (tras escuchas una lista de sus canciones) que La vida no vale nada es un verdadero portento, musical y literario, comenzando por el encabalgamiento de la letra que acompaña al vertiginoso juego de instrumentación.
Los cambios de ritmo entre compases sólo pudieron haber sido concebidos con una técnica depurada; por un maestro tanto en la métrica como en la armonía musical.
La canción se estrenó en 1976 (cinco años después de El derecho de vivir en paz), y en ese mismo disco aparecen otras joyas de la música de protesta, Yo pisaré las calles nuevamente y Canción por la unidad latinoamericana, escrita mano a mano con el gran Chico Buarque.
Conforme la devoción hacia la revolución cubana mermó, Pablo Milanés fue convirtiéndose en un estupendo baladista; esto lo llevó, evidentemente, a conquistar un espectro más grande de público.
En sus composiciones más almiarabas, populares y dulce-amargas, siento que perdió la oportunidad de lucirse como el virtuoso de la música que era, aunque Yolanda, bien tocada, con la partitura original (y no la que los troveros versátiles adaptaron para poderla tocar en sus peñas y bares palurdos) no es nada fácil de ejecutar precisamente por la combinación de notas con la que fue concebida. Pero regresando a La Vida no vale nada; habrá que tener muy abiertos los oídos para entender que va más allá de una pieza de protesta revolucionaria localista; es, a mi parecer, una disección quirúrgica de la condición humana muy Shakesperiana, en donde hace un acercamiento a las más bajas frecuencias que puede experimentar un ser humano: es una canción que describe la culpa, la envidia, la traición, la omisión y la enfermedad.
Es entonces el resultado de la lectura no sólo de un músico de coyuntura, sino de un hombre de letras, atento y ocupado en desentrama los males, no únicamente de su tiempo, más bien de la historia universal de la infamia.
La vida no vale nada es una pieza política, jurídica, periodística y sociológica. Y, por supuesto, una de las pocas perlas que dio el rock progresivo fuera de Inglaterra, Italia y Alemania.