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martes, abril 30, 2024

¡Nalgas a la pared!: Mambrú manda en el Ayuntamiento del Empleado del Mes desde España

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Íñigo Ocejo se fue, como Mambrú, a vivir a España.

(Mambrú nunca salió de ahí, pero se fue a una guerra que terminó por matarlo).

Íñigo Ocejo, sin embargo —hijo dilecto de El Yunque—, sigue reinando en la Puebla levítica de los Santos Varones.

En el ayuntamiento de Puebla lo hace a través de Bernardo Arrubarrena, secretario de Administración, y de un alfil al que nadie voltea a ver: Edmundo Ochoa, director de las Coordinaciones Administrativas.

Detrás de cada director o coordinador administrativo está la sombra de nuestro Mambrú: Íñigo Ocejo.

Él tira línea, organiza la pesca, y decide en licitaciones o adjudicaciones.

Sabe cómo hacerlo.

Lo hizo brutalmente en el primer trienio de Eduardo Rivera Pérez.

¡Terrible!

¡Nalgas a la pared!

 

Obleas de pan para una dama. Uno es lo que son o fueron sus parejas.

Yo fui Elsa Susana Castro Rea, escritora, traductora del francés, académica y un ser humano luminoso que amó a sus hijas hasta los últimos minutos de su vida, segada por las secuelas que dejó en su cuerpo un virus miserable —el Covid— el 12 de octubre de 2022.

Llovió mucho ese día, me dice Jorge, su hermano, presidente de la Federación Mexicana de Esgrima, quien me informó lo que ahora escribo: que Susana, la que fue mi Susana varios años, había pasado a mejor vida.

Me niego a creer que haya una vida mejor que la que vivimos, pero en el caso de Susana espero con todas las ganas que así sea.

Le ruego al hipócrita lector que entienda este arrebato de escribir sobre alguien que no perteneció al mundo de la política o de la empresa, o a ninguno de ambos mundos.

Susana fue víctima de una insuficiencia cardíaca debido al virus que vino de China, y con ella se fueron besos, abrazos, su voz —esa voz que hacía llorar a los jacintos de agua—, su mirada —hermosa como la primera vez—, y esa sensibilidad que le ganó amigos por todo el mundo.

La amé el día que la conocí en el CCH Sur, a finales de los años setenta, y a partir de entonces me dediqué a entender ese espíritu tan diferente a todos.

Su voz me empezó a guiar en la escritura de mis poemas, y juntos nos hicimos de una buhardilla en Coyoacán —calle San Francisco Figuraco, número 27 bis— en la que nos amamos y escribimos como locos durante una de las temporadas más felices de mi vida.

No hubo otoños en nuestra relación.

Tampoco inviernos.

La nuestra fue una primavera permanente cubierta por buganvilias y sonidos de mirlo blanco.

Suena exagerado.

Lo sé.

Pero en estos momentos de infinito spleen o melancolía, o dulce tristeza, no me lo parece.

Yo cocinaba arroz blanco con chiles serranos.

El arroz, naturalmente, se me quemaba un poco.

Entonces terminábamos comiendo arroz con concolón y algo de vino, mientras en una ventana de la pequeña cocina una paloma zureaba.

Poníamos música en una grabadora —Ravel, Vivaldi, Bach—, y conversábamos entre besos al aire y otras ternezas.

Luego inflamábamos la tarde hasta entrada la noche con versos, caricias y misterios dichos al oído.

Ella dormía en su casa —con sus padres y dos de sus hermanos—, pero el resto del día, la mayor parte, lo pasábamos juntos.

Este domingo, casi día de Sor Juana, cuando su hermano Jorge me escribió sobre su muerte, lágrimas antiguas salieron de mis ojos.

No sé cuánto lloré.

Incluso ahora que escribo estas líneas en su memoria, mis ojos se nublan por momentos.

Fue un rapto el que me puso a escribir sobre ella.

Un arrebato desdichado.

Cuando falleció Sara Torres Marrero, la pareja del filósofo Fernando Savater durante 35 años, él se puso “a escribir sobre la sorpresa que suponía ser tan desgraciado”.

Y le hizo un libro hermoso: La peor parte (memorias de amor).

La muerte es como cuando va a salir el tren y ya no hay tiempo para comprar revistas, escribió en una greguería nuestro amado Ramón Gómez de la Serna.

La muerte es un automóvil con dos o tres amigos lejanos, dijo Roberto Bolaño.

Sólo sé que en algún tren con revistas o en un auto descapotable nos volveremos a encontrar, Susana mía.

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