Los políticos profesionales postulan siempre a la democracia como algo que algún día será y que cuando lo sea, será siempre efímera. La ubican siempre en el futuro, un bien lejano al que nos vamos acercando y aunque vayamos bien, nunca llegamos.
No obstante, ellos mismos nos aseguran que la democracia no puede ni debe ser una idea, un concepto y nunca una utopía. Debe ser, una realidad, aunque volátil, inestable, imprecisa, en la cual, los humanos puedan ejercer su libertad, construir su dignidad y hacerla respetar. Así lo prescribe la moral, la ciencia y la cultura general heredada del deber ser de la democracia que aprendimos en la escuela y también, en el ir y venir de la vida misma.
Ese “deber ser” es un acuerdo general de voluntades libres, fundado en el diálogo que produce razones al respetar ideas, tolerarlas e integrarlas en mejores posibilidades de vida, a través de un acuerdo común.
A lo mejor por eso la democracia es más camino que destino, método o estrategia que necesita confiabilidad y certidumbre, para que sus acuerdos se consideren útiles, legales y legítimos y motiven a todos acatarlos.
Por muchos años, los mexicanos luchamos porque esos valores fueran base de las decisiones electorales, principio de toda democracia. Conocimos los riesgos y pagamos los costos de los fraudes electorales.
El fraude electoral, nos ocupó mucha energía, motivó toda clase de desconfianzas y nos hizo ver como enemigos.
Se acabó, cuando se diseñó una autoridad electoral, separada totalmente del gobierno,
porque aprendimos que, para que se intente una vida democrática, no se debe permitir acaparamiento, monopolio o terquedad de ningún liderazgo; así sea diferente, indómito, auténtico, porque la democracia es acuerdo colectivo que no puede guiarse ni por instinto ni por buena fe de uno solo.
Ahora el debate público centra la atención sobre esa autoridad electoral, cuestiona su utilidad, su eficiencia y su lealtad.
El INE, es cierto, no es la democracia. La democracia mexicana puede seguir construyéndose sin el INE o a pesar de éste.
Cambiar es importante, pero para que eso sea inteligente solo se debe cambiar lo que no funciona o funciona mal sistemáticamente. El INE ha demostrado que camina sin alejarse de su origen civil, en esa sana distancia que la ley y la necesidad le ha impuesto como condición de credibilidad y confianza.
Hasta ahora ha hecho prevalecer los resultados electorales obtenidos en las urnas. Ha respetado la alternancia en el poder Ejecutivo federal, el tránsito pacífico en el Legislativo y ha reproducido con los mismos fines los gobiernos estatales y municipales. Ha alejado el fantasma del fraude electoral, que motivó la captura del poder político y su utilización para otros fines, refugiándolo en la corrupción.
Es cierto que una institución manejada por humanos, siempre admitirá la duda sobre la calidad humana, pero eso es inevitable en todo asunto humano.
Varios consejeros pronto serán sustituidos, respetando la ley y, quienes puedan, propondrán a otros humanos más cercanos a sus intereses. También es inevitable.
Y si la democracia es camino, la sabiduría popular, aconsejaría que nunca es bueno cambiar de caballo a la mitad del río. No es indispensable, reconstruir o construir otra autoridad electoral, solo para navegar en la incertidumbre de la novedad.
Hay asuntos más graves y riesgosos de los que deberíamos ocuparnos antes. La polarización, por ejemplo, que no proviene de errores de la autoridad electoral, pero que sí nos impide el clima sano, que la misma definición democrática exige, como esos requisitos de diálogo permanente y entendimiento para construir concordia.