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viernes, noviembre 22, 2024

Adán Augusto y el gobernador Barbosa: el encuentro

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Quienes celebraban un supuesto desencuentro entre Adán Augusto López Hernández, secretario de Gobernación, y el gobernador Miguel Barbosa Huerta tendrán que comprar pastillas para los nervios, o Dramamine, ideal para los vómitos provocados por las decepciones políticas.

La foto que muchos no querían ver se dará este viernes durante el cabildeo —con los diputados locales— de Adán Augusto y Luis Crescencio Sandoval, titular de la Defensa Nacional, de la minuta de reforma constitucional en materia de Guardia Nacional y Seguridad Pública, misma que —se prevé— será aprobada por la tarde en el Congreso.

Y ahí, uno junto al otro, estarán platicadores y sonrientes el gobernador y el secretario de Gobernación.

Algunos apostaron a que entre ambos se generara un divorcio por temas circunstanciales.

Tendrán que esperar sentados a que eso ocurra, pues la vieja amistad está por encima de la hoguera de las vanidades.

Cuando dos políticos profesionales dialogan, los malos entendidos —y también las sanguijuelas— salen sobrando.

Puebla es uno de los primeros estados contemplados para la aprobación de la citada minuta.

Otra vez se caen los rumores de los malversados que son capaces de inventar todo tipo de locuras.

Un ejemplo:

Hace unos días juraron que Claudia Sheinbaum había venido a Puebla sin avisarle al gobernador.

(Sin avisarle y sin entrevistarse con él).

Escucharon mal o su fuente les pasó una información distorsionada.

La Jefa de Gobierno no tenía planeada visita alguna hace unos días, una vez que estaba metida en los informes de alcaldías como Iztapalapa y Azcapotzalco.

Lo que sí ocurrió fue una serie de asambleas de Morena en la que los militantes se adhirieron públicamente a ella.

¿Qué mentiras nuevas urdirán?

Por lo pronto deben de tomar su Dramamine ante la inminencia de los vómitos.

Si la plasta sale de color verde, acuda con su médico de confianza.

 

 

Mi Madre, Bohemios. Mi tía Coquis se indignó cuando supo que yo, incipiente púber, quería ser poeta.

Pero su enojo mayor vino cuando se enteró que mi madre, su hermana, apoyaba esa irracionalidad.

—¿De qué vas a vivir? ¿De la poesía? Te vas a morir de hambre —vaticinó.

Yo no supe qué responder.

A mis diecisiete años me refugié en la mirada de mi madre.

Ésta, dotada de un carácter indomable, me defendió como sólo una madre valiente puede hacerlo.

Y empezó a hacerlo ante todos los demás convidados a esa mesa.

Era 1973.

Vivíamos en la calle Torno, colonia Sevilla, en el Distrito Federal.

En esos años turbios de la guerra sucia mexicana, gobernaba el país el inefable Luis Echeverría Álvarez: un simulador fuera de serie que pasaba por demócrata pese a estar detrás de la matanza de Tlatelolco, en 1968, y la violenta irrupción de los Halcones, en 1971.

Nadie sabía entonces —lo supimos muchos años después— que Echeverría había sido agente de la CIA durante los sexenios de López Mateos y Díaz Ordaz.

Por aquellos años, la carrera que estaba de moda era Administración de Empresas.

La poesía, pues, era un asunto de vagos y bohemios como los que retrataba en el cine mexicano Fernando Luján.

Mis amigos del condominio querían ser administradores aunque cantaran a Serrat todo el día.

Nadie con dos dedos de inteligencia escribía versos.

Y menos aún, querría ser poeta.

Cuando me preguntaban qué quería estudiar, inevitablemente mentía: Administración de Empresas.

Sólo mi madre presumía mi también incipiente poesía y acudía a mis primeras lecturas de poemas en las galerías de arte de la colonia Cuauhtémoc y la Zona Rosa.

Ahí estuvo cuando presenté en La Casa del Lago, en Chapultepec, mi primer libro de poemas: Cuadros para una Exposición.

“No vayas a mis presentaciones, mamá. Las madres de mis amigos no van a verlos’, le decía cobardemente.

Ella hacía oídos sordos y se presentaba sin invitación.

Y se sentaba en la primera fila.

Luego, ya en las inevitables fiestas post lecturas de poemas, se hacía amiga de mis novias, y terminaba leyéndoles el café turco.

Cuando con los años toqué las puertas del periodismo, hizo lo mismo.

Varias veces estuvo en las presentaciones de los periódicos y revistas que empecé a dirigir.

Era mi primera lectora, y la más crítica.

Todo le interesaba.

Quería saber el quién es quién de la política poblana.

Pero también se preocupaba cuando escribía crónicas o columnas brutales en las que exhibía al gobernador Bartlett o al gobernador Marín.

Cuando me fui a mis guerras de Corea y de Vietnam, era la primera en llamarme.

—Ay, hijo, ya te leí —me decía por teléfono con aire de preocupación.

Luego pasaba a hacerme mil recomendaciones.

Ahí estuvo, en la ex librería Profética, la tarde en la que —en una mesa custodiada por hombres armados— un grupo de personajes adictos a Marín presentó un libro en mi contra.

—Ay, mamá, no hubieras venido —le susurré al oído cuando la saludé.

—¡Siempre voy a estar contigo, hijo! —me respondió a todo pulmón.

Más tarde, una vez que los presentadores y sus guaruras abandonaron la ex librería, varios de los asistentes terminamos en un restaurante del Centro Histórico.

Y entre los comentarios y las risas —ante el fracaso de la presentación armada por el gobernador Marín—, sentí de pronto una mirada cargada de amor y solidaridad: la mirada eterna de mi madre.

Hasta el día de su muerte, un 20 de octubre de 2008 —hace catorce años—, siempre estuvo conmigo.

Quizás por eso el miedo que me invadía a la mitad de una batalla terminaba por diluirse y convertirse en fortaleza.

Y cuando ella faltó —cuando se hizo a lado y se murió—, su presencia se volvió constante y permanente.

Ahora mismo que escribo estas líneas para decirle que la extraño mucho, siento su voz eterna acariciando como siempre los restos de mi incertidumbre.

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