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jueves, noviembre 21, 2024

Negros animales de octubre

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Llega octubre y conforme avanzan sus días me empiezo a poner nerviosa: perros y gatos negros empezarán a desaparecer. Los brujos y las hordas satánicas se aprestan para llevar a cabo rituales donde se asesinan chivos, gallos, gatos o perros de ese color que tuvieron la desgracia de andar perdidos en las calles o ser vendidos en los mercados como el Sonora en la Ciudad de México o el de Tepeaca, acá en Puebla, famosos por su oferta de animales vivos y, como es el caso del Sonora, acreditado también por ofrecer velas y veladoras, toda clase de efigies, estampitas y un sinfín de elementos necesarios para los rituales de brujería y, claro, los de la temporada de muertos.

Según la tradición, Todos Santos deviene en la mejor época para solicitar a los santeros, magos y brujos negros los mejores y más efectivos “trabajitos” contra los enemigos. La suegra contra la nuera; la compañera de trabajo contra su jefa; la amante contra la esposa; el desempleado contra su primo exitoso; la vecina envidiosa contra la familia de al lado; los hermanos contra el que recibió la mejor herencia; las alumnas contra el maestro de matemáticas (como lo narra Juan Tovar en su interesante cuento El lugar del corazón), y un sinnúmero de personas que no pueden resolver de frente y con palabras o documentos legales el lío de tierras, las envidias, los celos, el desamor, la mala fortuna personal, entre otras circunstancias que los seres humanos abonamos a las malas acciones (o la buena suerte) de terceros.

A diferencia del sacrificio que se hace diariamente en los rastros, la matanza ritual de animales se llevaba (se lleva) a cabo para obtener favores de los dioses. También para apaciguarlos y cambiar el curso de los acontecimientos (tormentas, huracanes, erupciones volcánicas, entre otros desastres naturales). Como sea, matar animales era un aspecto inherente a las prácticas religiosas de cualquier tipo, básicamente por ser la sangre el vehículo mediante el cual se entra en contacto con la divinidad. Según el Antiguo Testamento, “sin derramamiento de sangre no hay perdón” (Hebreos, 9.22). Quizá por eso la Biblia está plagada de matanzas de animales y de humanos. Los sumos sacerdotes hebreos sacrificaban machos cabríos para obtener el perdón en masa para el pueblo elegido. Ignoro si por esa razón, el enemigo eterno del dios cristiano adoptó esa forma para llevar a cabo sus aquelarres y demás rituales donde el centro de la adoración es Satanás.

Los gatos negros, en cambio, empezaron por ser “familiares” de las brujas medievales. La superstición los dejó vinculados hasta nuestros días con el demonio y las fuerzas oscuras. Para mucha gente son de mala suerte y traen desgracias, a menos que se le ofrenden al ángel caído. De ahí que octubre sea mal mes para dar en adopción gatos negros. También blancos, para el caso, porque resulta que mucha gente cree que los gatos blancos son de buena suerte, sobre todo si se les asesina en un ritual de sangre.

La brujería, como expresión de maldad, se adentra en vecindades, casuchas perdidas en las comunidades, casas semiderruidas y demás lugares donde se realizan “trabajos negros”, sobre todo en estas fechas.

Hace unos años, caminando por la plaza de la 6 Norte, entré en una tienda donde se ofertaban amuletos, objetos de ornato y elementos para protección contra envidias, mal de ojo y enemigos en general. A primera vista parecía una tienda improvisada con anaqueles hechizos donde se podían ver muñecos tipo troll, hadas, runas, amuletos inciensos, magos Merlines, entre otros elementos de la brujería “blanca” y de la wicca. También había una muy sugerente mampara cubierta con terciopelo negro. En la tela se encontraban, colgados en ganchos, collares hechos de huesos muy pequeños. Se adivinaban las falanges de múltiples gallinas degolladas en los altares del palo mayombe. También se observaban muchos amuletos de huesos más grandes, muy parecidos a las falanges de un recién nacido. Plumas, semillas y cuero negro completaban la hechura de aquellos singulares ornamentos. Detrás de la mampara había otro tipo de oferta: un altar a la Santa Muerte alrededor del cual se acumulaban velones y veladoras, escapularios, estampitas y demás parafernalia del culto a la llamada Niña Blanca.

Al ver mi curiosidad, un tipo con aspecto de carnicero de Sarajevo, vestido por completo de negro, cabello seboso y aspecto sucio se acercó a mí para preguntarme qué se me ofrecía. Me imagino que estaba acostumbrado a las compras de brujas amateurs o de personas a las cuales su chamana de confianza les encargaba ingredientes específicos para algún trabajo. Yo le dije que sólo estaba curioseando. El tipo se me quedó viendo y me dijo: “Tengo algo para ti que me encargaron darte”. Y que se mete al interior de la casa. Al abrir la puerta, alcancé a distinguir, en los breves segundos que empleó para pasar a un patio, mucha basura regada, macetas con plantas secas, bicicletas herrumbrosas y pedazos de madera por todos lados.  Pocos minutos después, el hombre salió con un libro forrado de terciopelo negro, con una insignia grabada en dorado. Cuando me dijo el precio no dudé quién había sido la persona que le había encargado al dependiente darme ese grimorio: su esposa y sus cuatro hijos, más la abuela, el tío huevón y la ayudanta de la tienda. Seguro que no le había entrado mucho dinero ese día y quería desquitarse con mi pobre cartera. No puedo negar que, de haber tenido tanto dinero lo hubiera comprado. Era uno de esos libros de los que una oye hablar, pero nunca en la vida los puede ver. Un poco como el Necronomicón de H.P. Lovecraft, quien lo menciona por primera vez en uno de sus cuentos: La ciudad sin nombre. Y como ese legendario e inexistente libro (con el cual supuestamente se pueden invocar entidades sobrenaturales, muy poderosas, que Lovecraft llamó “Los Antiguos”), el grimorio negro que se me ofrecía apareció con su carga de secretos guardados para quien se atreviera a descubrirlos. La tentación del conocimiento vedado me asaltó. Fuertemente.

Sin embargo, la mirada del vendedor de amuletos me puso nerviosa. Por primera vez noté los collares de santería que llevaba al cuello. De pronto se me ocurrió que podría haberse ido a poner el disfraz completo para amedrentarme y venderme el libro. Por si las dudas, le dije que no traía dinero suficiente y luego regresaría.

Después de unos días me dije: ¿Y si me compro el libro? Entonces regresé. Pero la tienda ya no estaba y ninguno de los empleados de los locales aledaños me pudo decir cuándo y a dónde se había mudado. Es más, no recordaban siquiera haberla visto. Me imaginé que la tienda no habría tenido mucho éxito y prefería haberse ido a algún lugar menos prejuicioso o más necesitado que esa plaza tan cercana a la zona de facultades de humanidades de la BUAP. Pero ¿y si fue como esa leyenda de las “puertas de San Juan”, que habla de una tienda que cada 24 de junio se abre para ofrecer la mercancía exacta para atraer a su interior a los incautos necesitados de respuestas a sus angustias? Lo que no saben los clientes de la tienda es que los pocos minutos que se empleen en curiosear las mercancías representan años enteros. Cuando el curioso sale a la calle de nuevo, se encuentra con que transcurrieron muchísimos años y no unos cuantos minutos.

Hay quien dice que en la temporada de muertos se abren portales al más allá. No lo dudo. Sólo imploro a las deidades de todos colores que no se maten animales para obtener venganzas y cometer vilezas. Esas son mejores hacerlas de frente. Gritarle a la vecina que es una zorra porque trae una camioneta nueva calmará más pronto el ánimo que mandarle a hacer un trabajo donde morirán gatos, gallos o chivos negros. Esas muertes, además de atroces, sólo sirven para marcar a quien las perpetra. Los Antiguos, cualquiera que sea su filiación, continuarán exigiendo su ración de sangre en la oscuridad y el insomnio de cada noche.

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