Las prisas, en las que hoy vivimos, el cansancio, la polarización, los ánimos de venganza social y las urgencias que estos síntomas promueven, dejan poco tiempo para pensar en la calidad de vida.
Hablamos, discutimos y proponemos mucho, pero logramos poco. La calidad en la vida de cada uno y de todos, sigue siendo un deseo. Un deber ser que no es.
La realidad impone las condiciones y construye circunstancias que también hacen imposible la comunicación, el entendimiento y la colaboración.
Los científicos sociales sugieren revisar, actualizar e innovar conceptos básicos del pensamiento cotidiano, que integran el “sentido común”, que usamos para todo lo básico y lo prioritario.
El “sentido común” que nos mantiene vivos, aun cuando no como quisiéramos estarlo y que es, paradójicamente, la primera respuesta a la inmediatez, pero el mejor escudo contra la urgencia.
En sus componentes, la confianza es un valor que no debería admitir reemplazo, menos substitución.
Confiar en la experiencia propia, sigue siendo el referente más importante.
Poco se puede confiar en los demás.
La batalla diaria por los intereses propios, así lo impone.
Difícil construir confianza en la “virtud pública” de la cual, Adam Smith fundó la ciencia de la Economía que nos sugiere el intercambio, sin condiciones, de bienes y servicios, porque en todo media el lucro y el beneficio.
Escasa la confianza en “las decisiones de interés público” que fundan la acción política general, porque a quienes se ha depositado, la han dilapidado o la han prostituido y tratan de acostumbrarnos a venderla, a negociarla o hacerla materia de apuesta y ahora de venganza social.
Sin embargo, es la confianza, valor y estrategia imposible de eliminar, porque es fundamento del orden y la acción social y, por lo mismo, componente fundamental de la calidad de la vida, individual y colectiva.
Poca confianza y mucha desconfianza, son los síntomas de la sociedad en que vivimos. Las dos implican riesgo y costo. Por eso, las dos evaden la ingenuidad y la buena voluntad.
Confianza y desconfianza son valores distintos que no necesariamente van juntos en la percepción que cada uno tenemos de nuestra realidad, ni en las decisiones que podemos tomar. Ambas posibilidades son mecanismos adecuados para manejar la complejidad y la incertidumbre, tan difíciles de entender, tan difíciles de operar, en las que estamos viviendo.
Confiar o desconfiar son la opción que el electorado mexicano ya incluye en estos días de campaña electoral anticipada.
Los candidatos tienen que considerar esa dualidad como el soporte inevitable de cualquier propuesta electoral.
Venimos de un ejercicio que llevó a las urnas, en 2018, la desconfianza como valor superior en quienes han ejercido inmoralmente la confianza, que los electores les habían confiado en gobiernos anteriores y la hizo ganar. En la misma elección, nos iniciamos en una nueva confianza social, para una transformación radical que eliminaría las causas de esas desconfianzas.
Las próximas elecciones nos plantean evaluar si colectivamente, las desconfianzas al pasado y la nueva confianza de la victoria electoral de 2018, fueron la mejor elección para todos y nos obligan a medir sus consecuencias en nuestra actual calidad de vida.
Confiamos más ahora o desconfiamos más ahora.
Las elecciones de 2024 examinarán esa transformación radical. A su continuidad muchos depositarán confianza. Otros quizá no tanto. Unos más abonarán desconfianza.
Cada uno evaluará según su experiencia reciente.
Pero la inteligencia histórica nos recuerda que, estratégicamente una confianza ciega es excesiva, peligrosa y facilita también la conducta abusiva.
Y sin embargo, tendremos que seguir construyendo vida, entre esa paradoja vital de confiar y desconfiar, así, juntos los valores y las conductas, que, seguirán exigiéndonos pagar costos y correr riesgos cada vez mayores, impredecibles y no siempre efímeros.
Que por supuesto no siempre compartirán nuestros políticos.
