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jueves, noviembre 21, 2024

La lección del profesor

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Hace unos días estuve en una charla sobre las mujeres y los espacios públicos. Hablamos de todo un poco. El miedo de las jóvenes a salir a la calle vestidas de tal o cual manera, lo importante que resulta la presencia femenina en los puestos de decisión. Por supuesto, se tocó el tema de las marchas feministas y surgió, de manera lógica, el asunto de las pintas en monumentos y edificios históricos. Tranquila y mesuradamente, sin llegar a un acuerdo en realidad, se discutió el punto como una actividad que se da como medida para hacerse escuchar o visibilizarse. Que de seguro poco a poco, y si se dan mejores condiciones de seguridad, si se escuchan las peticiones de justicia para las mujeres asesinadas y desaparecidas, y se garantiza la capacitación de núcleos de población masculina cuya actividad se lleva a cabo mayormente en los espacios públicos, la necesidad de pintar muros irá dando paso a otras expresiones de la presencia femenina en las calles.

Como era de esperarse, la charla no llegó a conclusiones, excepto que el arte en todas sus formas seguirá siendo la forma de expresión más efectiva para las distintas experiencias y disentimientos sociales.

Estaba llegando a su final la muy agradable plática cuando un profesor se levantó, micrófono en mano, a decirnos que le molestaba ver pintas en los muros de los edificios históricos, sin importar la filiación política, gremial, sexual, individual o feminista que fueran. Sin embargo, el peor de sus enojos iba con dedicatoria, como siempre, para las feministas. No había necesidad, dijo el señor parándose en medio del lugar como si fuera un salón de clases, porque la presencia femenina en la ciudad de Puebla, desde su fundación hace ya casi 500 años, siempre estuvo a la vista. La “Casa de recogidas”, empezó, “La casa de niñas vírgenes”, aseveró sin empacho alguno (yo sabía que se llamaba Colegio de Niñas, pero por supuesto, no soy historiadora). Y hasta ahí llegó porque se dio cuenta de las caras torcidas de las asistentes. Lo que seguía era mencionar a las beatas que iban diariamente a misa, las  señoras veladas que el domingo sólo salían a la iglesia, las sirvientas en su camino al mercado, las lavanderas indígenas arrodilladas en las márgenes del río San Francisco restregando la ropa de sus patrones, las esclavas caminando detrás de sus señoras, las locas que eran conducidas a San Roque. ¡Ah!, desde luego, una que otra monja con su canasto de golosinas rumbo a la casa del cura.

Al buen señor se le olvidó decir a la concurrencia que la Casa de Recogidas era un centro de reclusión para prostitutas, mujeres arrepentidas de la vida licenciosa (adúlteras, sobre todo) en una dinámica tipo reformatorio.

“La casa de niñas vírgenes” (sic), en realidad Colegio de Niñas, era un lugar donde las hijas huérfanas de padre o madre, de buenas familias, eso sí, podían recluirse hasta poder “tomar estado”: matrimonio o convento. Para ambos era necesario contar con dote. Ese tipo de escuelas enseñaba las labores consideradas propias de amas de casa y monjas trabajadoras. Se recibían niñas, dependiendo del colegio, desde los 7 años hasta los 14. Pero debían ser honestas, no haber sido casadas (quizá a eso se refería el profesor cuando dijo lo de vírgenes), no haber delinquido y no ser indias, mestizas ni mulatas.

Estudios de la UNAM aseguran que las mujeres de la ciudad de México en los siglos XVII y XVIII podían salir todos los días a misa, pero también, dependiendo de su situación socioeconómica, se iban de sarao, claro, siempre con sus maridos o sus padres. Igualmente iban al Parián a comprar ellas mismas telas, zapatos, muebles.

Como todo el mundo sabe, en Puebla la presencia de las mujeres en los espacios públicos estaba regida por las horas de la Iglesia. Quienes habitaron la Puebla de la época colonial nunca vieron las parvadas de mujeres adolescentes en los parques después del colegio, las madres llevando de la mano a sus hijos, o las abuelas cotorreando en los cafés de alrededor del zócalo. Tampoco (y aquí se persignan todavía muchos hijos del patriarcado), las mujeres en campaña, las empresarias circulando en sus camionetas, los cientos de mujeres que van y vienen comprando, riendo, discutiendo, ligando, corriendo a sus quehaceres, eludiendo tentones en el camino. Desde típicos piropeadores hasta carteristas, nuestra presencia en el espacio público atrae al tipo atento a quienes vamos descuidadas, distraídas, con el celular en la mano y el bolso colgando sin protección en el hombro. También a los posibles secuestradores, los que se acercan a las adolescentes con el fin de seducirlas y desaparecerlas en las múltiples formas de la trata de personas.

El profesor que nos dictó la lección del día remató con la tradicional: “Hay de formas de protesta a formas de protesta”. Nos asestó una experiencia suya: había visto a un grupo de estudiantes pintando “todo el día” una manta monumental que usarían seguramente en alguna forma pacífica y civilizada de protesta.

Nadie le respondió nada al señor. Nadie le dijo que había mencionado sólo dos de los muchos muros de piedra o de ideas que los hombres construyeron para recluir a las mujeres en la época colonial. Esos buenos señores de capa y espada, crucifijo al pecho, que consideraban a las mujeres de cualquier edad peligrosas, malvadas, pecadoras con un pie en el umbral del mal. Nadie le dijo tampoco que tales muros, sobre todo el del analfabetismo, la ignorancia y la férula de la religión, han sido derribados en distintas épocas por grandes mujeres a base de sacrificios y muchas pérdidas. Las protestas de las jóvenes y sus pintas simbolizan actualmente el derrumbamiento de esos muros y de las cárceles que menciona Marcela Lagarde en su libro más conocido: Los cautiverios de las mujeres.

Supongo que el profesor se fue a su cubículo muy satisfecho de su lección del día. Para mí fue una muestra más de mansplanning sin muchas consecuencias, pues ya se sabe que con los profesores y con los médicos es inútil discutir. La charla terminó y un grupo de asistentes enojadas estuvimos de acuerdo en que nos falta mucho para llegar de verdad a una comprensión real y cabal de los derechos de las mujeres.

En lo personal, me duele que se dañen nuestros edificios y monumentos históricos. Pero no estoy de acuerdo en que se haga caso omiso de las peticiones de los colectivos de mujeres en busca de justicia y de auténtica igualdad. Las pintas y los rayones deberán convertirse, con el tiempo, en la constancia gráfica de un tiempo aciago que siempre contuvo en su interior la semilla del verdadero cambio.

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