Los electores asignan el papel que cada partido político o coalición electoral desempeñará en el siguiente período de gobierno, ya sea en la representación popular o en el gobierno, en cualquiera de los tres niveles que existen.
Cada elección es la oportunidad de realizar un acuerdo entre los partidos, las coaliciones y los ciudadanos. Por eso la legislación electoral exige presenten una oferta clara, precisa y posible de ideas y soluciones a los problemas y circunstancias que viven los electores.
Si los partidos políticos, solos o coaligados, lo entienden, su desempeño será eficaz y eficiente, en función de la voluntad y la esperanza de cada voto recibido. Caso contrario, serán una carga incómoda para los ciudadanos hasta en el presupuesto que cubre sus sueldos y una oportunidad de reivindicación perdida.
Las coaliciones electorales son un derecho de los partidos políticos que pueden utilizar en cualquier elección; es cierto.
En la vida real, la coalición electoral responde, ahora, a la incapacidad de los partidos para ganar, por sí solos, una elección. Esto no es cosa de la ley; es resultado de la incapacidad de los partidos para entender la voluntad popular y establecer con ella acuerdos de servicio y representación.
Muchas interpretaciones e hipótesis de trabajo intentan explicar esta separación que en diferentes intensidades abarca a todos los partidos políticos reconocidos por la ley en México.
Lo cierto es que, cada vez más, la separación de los partidos con los ciudadanos es mayor.
Algunos pensamos que una razón real de ello es el nulo diálogo o comunicación que existe entre los dos y la inactividad real de los partidos, que fuera de los días electorales casi cierran las puertas de sus oficinas.
Omiten consultar o platicar con los que, en teoría, representan y se dedican a perseguir objetivos solo del partido, que obedecen a otro juego que no es el de los ciudadanos. Entonces de una democracia, pasamos a una partidocracia.
Los dirigentes de los partidos en función de mantener su registro legal y las prebendas que este concede dedican sus esfuerzos a identificarse con quien o quienes mandan políticamente para que, por medio de decisiones o acuerdos confidenciales, puedan hasta convenir el reparto de puestos de elección popular.
Los votos en la representación popular, por ejemplo, obedecen a un criterio estricto de los dirigentes y casi nunca persiguen los compromisos que pactaron en las elecciones con los electores; los electores lo comprueban y, por eso, los partidos carecen de representatividad real y de votantes, es más, de militantes.
Militantes son ahora pocos. Ya no hay ciudadanos fieles a un partido político. La mayoría de los electores se han convertido en “indecisos” que definen su voto en función de la circunstancia electoral.
Lo que es peor, han abierto la opción de la compra-venta de sus votos, para al menos obtener alguna ganancia en el momento electoral, habida cuenta de que, vox populi, será lo único que puedan obtener porque los que ganan y los que pierde olvidan sus responsabilidades con ellos después de la elección.
Esto no es lo más importante en términos del poder del electorado. Lo más difícil y riesgoso para el poder real de cada elector es que deja de influir en las decisiones de gobierno y, por eso, solicitan, suplican ayuda y agradecen que a veces las decisiones de gobierno los tomen en cuenta, cuando la política útil debería ser oportunidades de “mandar”, “ordenar”, en un juego abierto, honesto de coerción y acatamiento.
Y aquí es donde los que no ganaron han perdido su mejor oportunidad de regresar al elector su capacidad de intervenir directa y eficientemente en las decisiones de la representación popular o del gobierno. En eso estriba el valor político de ser oposición política.
Da coraje ver cómo en las Cámaras de Diputados o en el Senado de la República las votaciones de los representantes populares obedecen a criterios de su partido, o grupo parlamentario, que nunca consulta, ni a sus militantes directos, permanentes y fieles, por muy pocos que son; fuera de los dirigentes que son, los que cobran, los favores electorales.
Da pavor, comprobar que los partidos que no ganan no formalicen una oposición real que pueda equilibrar los excesos o las omisiones en los actos de gobierno y empoderen al ciudadano.
Da tristeza ver cómo los ciudadanos no disponen capacidad ni conductos para influir en el gobierno, mientras los dirigentes de partidos y los representantes populares no consultan a quienes en la ley, solo en la ley, representan y dilapidan el poder que esto conlleva.
Por eso, no hay una oposición útil y, por eso, los partidos políticos que pierden dificultan, ellos mismos, sus posibilidades de volver a ser ganadores en una elección. Y si esto es cierto, el no recibir los votos que los hagan ganar, los consolida en perdedores sistemáticos que, por esto, tienen que coaligarse con otros partidos para mantenerse vivos.
Y, si para algunos, perder electoralmente es una condena; para otros, debería ser una oportunidad de luchar sistemáticamente para no quedarse ahí, perdedores empedernidos.
Lástima porque los políticos profesionales deberían ver en cada derrota electoral un nicho de posibilidad para poder mantenerse activos y políticamente útiles. Sin embargo, parece que ninguno está dispuesto a realizar ese dialogo con los electores, esa consulta permanente, requisito ineludible de una política saludable en cualquier país.