Imagina que al viajar por el espacio encallamos en un planeta desconocido. Después de algunos minutos, un grupo de humanoides se acerca a nuestra nave y uno de ellos, con una pronunciación del español más prístina que la nuestra, utilizando un megáfono nos comunica que en ese planeta nadie cree que se viva en la misma realidad. Mientras nos miramos, el extraterrestre, frío como el hielo, repite lo mismo. ¿Cómo lo interpretaríamos?
Michael Lynch propone que para responder esta pregunta primero habría que saber qué significa tener una realidad común. Una de las propuestas tradicionales en la filosofía evoca a la hoy diezmada noción de verdad. Desde esta perspectiva creer que no compartimos una realidad común equivale a pensar que no existe la verdad.
Desde mediados del siglo XX se insiste en que sólo los ingenuos creen en la verdad. Esta conclusión está motivada por la historia. Más de una vez un grupo de pandilleros y supersticiosos han sido capaces de amedrentar a intelectos como el de Galileo, “sugiriéndole” renunciar a su investigación. ¿Podríamos asegurar que no sigue sucediendo lo mismo? La ciencia también abona al argumento: su historia es un cementerio de teorías descartadas. Además, está la suspicacia política: Nietzsche sugirió que la verdad es la que inventan los poderosos. He ahí tres premisas de la inducción pesimista posmoderna.
El mundo que sugiere Lynch no es muy diferente al nuestro.
Atrincherados en sus oficinas, algunos burócratas y políticos inventan a salivazos nuestras verdades cotidianas. Lo hacen con la seguridad y pantomima del cura que bautiza los sábados. A veces ni siquiera buscan consistencia en sus dichos. La coherencia es para ellos una virtud a la que sólo aspiran los extraviados que buscan la verdad fuera del poder.
Cuando alguien no tiene los conceptos de PODER y VERDAD diferenciados, pretender que los distinga es como intentarle enseñar a un mono rhesus que la resta es diferente a la división. No estoy menospreciando a estas personas, la mayoría de los adultos nos conformamos con memorizar algunas tablas de multiplicar (siempre que no incluyan el 8×12, el 6×8 o el 7×6). Y esa es la cuestión: aceptar que la verdad está ahí, indiferente a nuestros intereses o estipulaciones, no es un recurso conceptual de moda, deseable, ni accesible para muchos, igual que las raíces cuadradas.
En un planeta donde se tomara en serio la idea de que compartimos una realidad, no tendría sentido algunos principios en los que se basa la ciencia. No se concebiría que, frente a una puesta de sol, todos observamos más o menos lo mismo. La realidad sería algo parecido a un gigantesco cubo de Necker. Las controversias se decidirían con autoridad, no con argumentos. Si llegáramos a un mundo así -sentencia Lynch – nuestro destino dependería de algún poderoso o de la turbamulta. No serviría apelar a testimonios ni a razones.
Cuando la búsqueda de la verdad se convierte en un asunto político el soberano es como un borracho a quien se le piden pruebas después de hacer una declaración temeraria. En estas situaciones el valentón suele escabullirse con una acometida heroica, clásica en las cantinas de México: “A ti no tengo por qué demostrarte nada”. Para el macho, y para aquellos con espíritu burocrático, pocas cosas se resuelven con evidencia, pero todo se relaciona con el poder.
El autoritarismo rapaz podría ser una de las consecuencias de escamotear la idea de que vivimos en una realidad común. Esta tesis puede experimentarse en las redes sociales.
Aunque se use Twitter para cuestionar al poder, el formato del tuit es incompatible con la argumentación. Más bien favorece el anatema, la cuita y la admonición. ¡Por eso es tan divertido! Ese es el argumento de Lynch.
Preocuparse por el linchamiento en las redes sociales tal vez sea un asunto trivial en México. Hace pocas semanas Daniel Picazo llegó a un planeta como el ideó Lynch. No le hizo falta una nave espacial. A Daniel lo quemaron vivo.
Si quieres saber más de la filosofía de Lynch te puede interesar: Know-it-All Society: Truth and Arrogane in Political Culture.