Primero fue el presidente López Obrador.
Después vino el gobernador Barbosa.
Ambos son los únicos gobernantes que abrieron el juego de la sucesión como no se veía hace tiempo.
Y cada uno lo hizo a su modo, a sus maneras.
El presidente destapó tres corcholatas.
El gobernador, en tanto, optó por dar el banderazo de salida.
No dijo nombres, pero ha venido haciendo comentarios positivos sobre cada uno de los destapados.
Los antecedentes de esta doble acción hay que buscarlos en el pasado reciente.
El primero en hacerlo más formalmente fue Luis Echeverría.
Díaz Ordaz había organizado un ejercicio similar, pero con sus formas: a la sombra, casi en la clandestinidad.
Echeverría, en cambio, puso a correr a los suyos.
Moya Palencia, por ejemplo, tanto corrió que se desbocó.
Empezó a organizar destapes todos los días a través de desayunos y comidas.
Tanto corrió que terminó quemado.
En un desayuno se enteró que las bases priistas —en voz de don Fidel Velázquez— se habían decantado por el “prohombre que dará certeza a la revolución”: López Portillo.
El problema de Moya fue que ya tenía maquilada toda su propaganda.
De ese duro golpe jamás se repuso.
La sucesión que estamos viviendo —en lo nacional y en el caso poblano— se parece más a la de Miguel de la Madrid en 1987.
En el tema presidencial, hay una pasarela integrada por Claudia Sheinbaum, Marcelo Ebrard y Adán Augusto López.
En el tema local, esa pasarela está conformada por seis convidados y tres colados.
Sergio Salomón Céspedes, Gabriel Biestro, Melitón Lozano, Olivia Salomón, Héctor Sánchez y José Antonio Martínez, los primeros.
Ignacio Mier, Alejandro Armenta y Claudia Rivera, los segundos.
Para entender esta arqueología de la sucesión hay que irse a los clásicos.
El clásico más reciente es, sin duda, Jorge G. Castañeda, quien acaba de publicar en Nexos un ensayo brutal sobre el tema en el caso de los presidenciables.
(Incluso su propio libro La Herencia sigue dando luz sobre este ejercicio de poder. Porque hay que tener mucho poder para soltar las amarras a dos años de la elección. Mucho poder y mucha seguridad. No cualquiera sacrifica los mejores años personales de un sexenio poniendo a correr a todos en el tema de la sucesión).
¿Por qué usó Castañeda el término “arqueología” para descifrar la sucesión?
Seguramente por la exacta definición del mismo:
“La arqueología es la ciencia que estudia, describe e interpreta una sociedad pasada a partir de sus restos materiales (objetos de piedra, cerámicas, madera, huesos, tejidos, construcciones, etc.)”.
Los destapes forman parte de una “sociedad pasada”, en efecto.
Es decir: es un ejercicio que revive los mejores años del presidencialismo mexicano.
Enrique Krauze dio por muerta la presidencia imperial.
Es claro que se equivocó.
La presidencia mexicana siempre será imperial.
Un ejercicio como el que estamos viendo lo demuestra.
En el plano local, es la primera vez en mucho tiempo que vemos algo así.
Bartlett, por ejemplo, no se animó a hacerlo.
Él apostó todo por quien después abandonó: José Luis Flores.
Melquiades Morales empezó su sucesión muy pronto, pero tuvo que inclinarse por quien menos simpatías le merecía: Mario Marín.
Éste sólo tenía una corcholata —López Zavala—, misma a la que también abandonó al final.
Moreno Valle supo que Gali sería el intermedio ideal antes de su gran elección: Martha Érika Alonso.
Muy lejos de esos titubeos, el gobernador Barbosa ha abierto el juego —sin dar nombres— siguiendo el ejemplo del presidente López Obrador.
El escenario, pues, luce seductor.
Y aquí lo seguiremos desgranando.