Hay una escena de Los Soprano que sirve como antecedente de la columna que leerá el hipócrita lector:
Carmela Soprano, esposa de Tony, va al psiquiatra.
El tipo, con la imagen estereotipada de los psiquiatras clásicos, la lleva al terreno de las verdades brutales.
Ya en ese campo, le hace ver que el dinero que le sirve para vestir, viajar y comer es un dinero sucio, lleno de sangre, pues su gran dador es un jefe de la mafia que asesina, comercia con drogas y hace todo tipo de cosas criminales.
Ante el llanto de Carmela, el psiquiatra matiza sus palabras:
“Digamos que usted no es cómplice de su esposo, sino facilitadora”.
Eso son precisamente las esposas o novias o amantes de los políticos mexicanos que incurren en actos de corrupción: facilitadoras que cierran los ojos ante los actos ilegales.
Facilitan con esa actitud todo lo que hacen.
No ven, no oyen, no hablan.
O sí lo hacen, pero disimulan.
Son cómplices —quitando ya el matiz del psiquiatra— que comparten cama, mesa, casa y camioneta con un criminal.
Digo “criminal” pensando en la definición de esa palabra inspirada en aquél que quebranta la ley.
Criminales y cómplices van de la mano, pero cuando los primeros terminan en prisión, las segundas hacen como que jamás supieron a qué se dedicaban sus maridos o novios o amantes.
Pocas van a prisión por complicidad.
La mayoría guarda un bajo perfil que le permite nadar en las aguas tibias de la complicidad simulada.
No vieron, no oyeron, no hablaron.
Cada vez que un Duarte (Javier, César) o un Lozoya termina en la cárcel, pienso inevitablemente en la mujer que estuvo al tanto siempre de sus operaciones ilegales.
Todas, sin duda, hicieron en su momento lo que Carmela Soprano: escucharon más al sacerdote que al psiquiatra.
Es decir: continuaron siendo facilitadoras o cómplices de sus maridos.
Si aterrizamos a Puebla ese escenario el resultado de la ecuación simple sería la misma.
Mujeres escuchando en las mesas de los restaurantes finos las operaciones en el Sistema Ruta.
Mujeres viendo movimientos irregulares entre las fuerzas de seguridad pública y los gavilleros de Tecamachalco.
Mujeres enterándose de las licitaciones hechizas en algunas áreas de la administración pública o de los ayuntamientos.
Mujeres vistiéndose de Chanel por cortesía de esas operaciones.
Mujeres haciéndose cirugías plásticas gracias a que conocen hasta el delirio el arte de guardar silencio…
Facilitadoras, cómplices, compañeras de ruta, o simplemente clones de Carmela Soprano.
Un tal Adán Morales. Hay en las redes un personaje que todos los días busca imitarme de una manera descarada.
Se hace llamar Tony Soprano, pero su verdadero nombre es Adán Morales.
No me ocuparía de él si no fuera porque en algunos WhatsApp que me han hecho llegar ha involucrado a las personas más cercanas de mi entorno en actividades denigrantes y ofensivas.
(Él sabe bien de qué hablo).
Mis abogados están por encontrarle la cuadratura al círculo para proceder legalmente.
Su afán de escribir como yo ha llegado a límites que también merecerían una denuncia por usurpación de estilo, aunque lo salvarían su mala ortografía y pésima redacción.
Quiere, pero no puede.
Lo que sí pudo fue injuriar y generar daño moral.
Y eso no lo permitiré.
Disculpe el hipócrita lector este arrebato.