El ruido del escándalo despierta al vecindario.
Un marido borracho acaba de golpear a su mujer.
Los gritos de ella son aterradores.
Lloran los hijos del matrimonio, llora la madre de la esposa —que estaba de visita—, lloran hasta los perros y los gatos.
El vecindario está de plácemes.
Hay quienes, discretos, se ocultan detrás de las cortinas.
Otros más, abiertamente, ven el espectáculo.
Un escándalo nuevo borrará el recuerdo de éste al paso de los días.
Nuestra vida pública está hecha de escándalos, no de conversaciones o disidencias.
El escándalo es la fórmula ideal para el aburrimiento o la depresión.
Sé que hay un escándalo cuando leo los tuits del académico de ceja levantada que ha hecho de su vida profesional una basura.
Sé que algo se está moviendo cuando veo las sesudas reacciones del delincuente confeso, que se atreve a dar lecciones de vida y de moral.
Algo está mal en nuestra sociedad cuando preferimos las piedras de escándalo que una narrativa menos tóxica y ruidosa.
El escándalo del día saca lo peor de nosotros.
Nos mofamos, nos cebamos en la desgracia ajena, untamos vinagre en la herida.
En tanto, los protagonistas mienten desaforadamente.
Minimizan los hechos con vanos artificios de ironía.
Desvían la atención.
Se victimizan.
Para evadir el golpe, recurren a la bravata de rigor.
Todo es inútil.
El daño de la lengua es peor que el de la espada.
Shakespeare lo sabía y lo narró como un maestro en Otelo, el moro de Venecia.
Matar la honra del otro es un ejercicio cotidiano practicado hasta en los bares.
Pero cuando no hay honra que matar otra cosa se mata.
Veo a Nacho Mier jugar con Gabilondo Soler, Cri-Crí, y sus tres cochinitos.
Busca hacer una parábola que se queda en el intento.
En toda la trama que lo envuelve, le dice a Ciro Gómez Leyva, hay fines políticos.
Nombres de los cochinitos, le pide el periodista.
“Pronto los daré”, promete.
Y se va por peteneras.
Al mismo guión se atiene Arturo Rueda, quien busca limpiar de toda duda al coordinador de la bancada de Morena en San Lázaro.
Nacho jura que la propia Unidad de Inteligencia Financiera practicó con él una suerte de exoneración.
Su única prueba es un oficio ininteligible, como todos los oficios.
La trama toma tintes de comedia cuando Rueda evade —como Mier— el nombre del supuesto responsable de la filtración a través de los inefables tres puntos suspensivos.
Nacho Mier se defiende a sí mismo.
Rueda defiende a Nacho Mier.
¿Quién defiende a Rueda?
Todo esto se parece demasiado a aquel poema de Borges: “Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
“¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza (…)?”.
Arqueen las cejas.
Saquen las palomitas.