La maestra que conocí siempre fue de tiempo completo. Para ella su magisterio fue la razón de vivir. Su metodología, siempre entregarse tiempo completo al acompañamiento de sus alumnos, hijos y sobrinos. Su estrategia fue hacerlo con amor y una enorme visión de los compromisos que traía aprender a estar vivos y luego, a vivir mejor.
Era motivadora, inspiradora y convencía de que, para que algo resultara bien, había que hacerlo con “cuerpo y alma”. Sus procesos recomendados eran bien sencillos: “Hágalo, no lo piense mucho”, y ante la duda, siempre, pensarlo dos veces. Seguridad y certidumbre serían mayores.
La acompañé en su espalda, dentro de su rebozo amarrado en su pecho. Luego de su mano, rumbo a su escuela, caminando por veredas generosamente abundantes en lodo por el tradicional clima de la sierra poblana. Otras veces bajo un sol, que nada miedoso, llegaba a quemar la frente. Por eso siempre andaba con su sombrilla en una mano y colgando del mismo brazo su “arganita”, una bolsa tejida con ixtle, que guardaba sus libros y cuadernos de trabajo.
Mañana y tarde repetía religiosamente ese ritual porque, para ella, la escuela era de todo el tiempo, para toda la vida. Nada de simulaciones, decía, porque “de eso vas a comer siempre”.
Le interesó que aprendiéramos a leer y a escribir para ser libres, pero también para hacer de esa libertad instrumento de dignidad y felicidad. Complementó siempre con aprendizajes para “ganarse la vida”: a las niñas, a tejer, bordar, cocinar; y a los chavos, a tejer ixtle, y carrizos, para hacer canastas y jaulas, y también tejidos, “uno nunca sabe que sorpresas nos tienes la vida”.
“Al mal tiempo, buena cara”, fue aprendizaje básico para aligerar las preocupaciones cotidianas y pensar mejor cómo enfrentarlas y resolverlas. La alegría, su alegría, con todo, ocultó sus carencias y sentimientos cuando se convirtió en padre y madre al mismo tiempo y asumió con una firmeza indescriptible esas nuevas responsabilidades que, nunca, trasmitió a sus hijos, envuelta en fracasos, chantajes o compromisos de venganza. Al contrario, siempre aprendizajes reales, nos enseñó a vivirlas con fe y esperanza de que nos iría bien y nos fue bien, muy bien.
Y eso fue en su escuela, con todos sus alumnos o en su familia, escuela básica que supo integrar en una sola herencia de valores y entusiasmos, que también expresaríamos en una comunicación eficiente con los demás. Por eso nos enseñó a hablar en público, a decir poesía, a cantar y a bailar esos bailes mexicanos que, dijo, “son lo nuestro”.
Con ese acompañamiento aprendimos a ser libres, a luchar con honestidad para vivir sin grandes penurias, a lograr todo lo que uno sueña, a no quedarse callados frente a la injusticia o a la sinrazón. También aprendimos a ayudar. Ayuden, nos dijo, “háganlo sin miedo. Dios les devolverá el triple”, y no se equivocó, aprendimos a ayudar a “los nuestros, nunca olviden que “venimos de abajo”, “somos pobres” y debemos ayudar a los nuestros.
Y así aprendimos a hacer la vida. Hoy cumpliría 99 años, de los cientos que aún le faltan para seguir viva no solo en el recuerdo, también en la práctica diaria de sus enseñanzas, que, no se equivocó, son instrumentos de nuestra libertad y de nuestra confianza.
Y la extraño, como todos sus hijos la extrañamos, como muchos de sus alumnos extrañan a la maestra Margarita Cardoso Ramírez. Fue una maestra de tiempo completo y para siempre, y de nosotros madre y maestra. Una mamá y una maestra de todos los días, en todo lugar y en todo tiempo, una guerrera, aliada incansable que, desde siempre, combate con nosotros, también todo el tiempo y en todo lugar.
Y esa es nuestra fortaleza, aprendimos a no abandonar nunca, tus enseñanzas, Mamá Magola.