Rosalía Pontevedra
El verano aprieta. Es momento de sacar uno de los inventos tecnológicos más ingeniosos y útiles que se le han ocurrido a la humanidad. Providencial, milenario y sabio como los antiguos chinos, el paraguas, la sombra que puedes llevar a todas partes, fue concebida al menos unos once siglos antes de nuestra era durante el imperio de la dinastía Qin.
En el museo de los carros jalados por caballos de terracota y bronce de Beijing, puede verse un gran parasol ofreciendo sombra a sus notables conductores en el primero de ellos, realizado con minucioso realismo en dicha aleación metálica. Nadie sabe los nombres de los chinos de la Antigüedad que idearon la pólvora, el papel, las cometas o papalotes y los hicieron realidad. Lo mismo sucedió con la sombrilla/paraguas.
Imaginemos el asombro temprano ante semejante ingenio tecnológico, tanto así que se convirtió de inmediato en un objeto del deseo, signo de estatus alto entre las clases pudientes de Egipto, y más tarde de Grecia y Roma. Vaya manera de burlar el Sol y la lluvia. Se dice que el emperador chino iba protegido con cuatro niveles de sombrillas, todas ellas muy elaboradas, y que los gobernantes de Siam y Birmania ostentaban sombrillas de ocho a veinticuatro capas.
Un invento notable dispara la creatividad de otros, aguza sus sentidos prácticos y estéticos, en este caso de los artesanos del bambú, la madera, el hueso y las telas, así como de aquellos expertos en tratarlas. Se trata de uno de esos artefactos trascendentales para vivir mejor que, al verlo, de primera impresión luce sencillo. Y lo es, su larga historia de cálculo ingenieril y conocimiento artesanal lo corrobora.
Los paraguas no solo tenían que ser eficaces, ya desde la antigüedad china ligeramente impermeables, sino que también debían de ostentar belleza. Sin embargo, durante los oscuros años de la Edad Media las sombrillas se cerraron en Europa para volver a abrirse en los albores del Renacimiento debido a la expansión de la ruta de la seda, no así en Oriente. Durante el reinado de Luis XIV las clases acomodadas lo redescubrieron; comenzaron entonces a utilizar enormes sombrillas como paraguas en los días lluviosos parisinos a fin de evitar que se arruinaran sus atuendos costosos y vistosas pelucas, pero eran tan pesados e incómodos que no fueron muy socorridos.
Fue así que a principios del siglo XVIII un fabricante de bolsos y carteras, Jean Marius, tuvo a bien innovar el artefacto, haciéndolo plegable y utilizando tela de tafetán un tanto impermeable. Para cerrarlo había que apretar un botón y para abrirlo debía extenderse el mango. En la década de 1760 se popularizó su uso, de manera que si a alguien no le era posible costear la compra de uno, tenía la opción de rentarlo por horas. A pesar de su evidente utilidad, los varones se negaban a usarlo por considerarlo algo propio del “sexo débil”. No fue sino hasta que a mediados del siglo XVIII el excéntrico comerciante aventurero, Jonas Hanway, decidió usar la cabeza para demostrar a los prejuiciosos caballeros londinenses cuán equivocados estaban al soportar estoicamente la lluvia, arruinando de manera gratuita sus sombreros y ropajes.
El paraguas más común presenta costillas de metal que se doblan bajo la copa, y fue vendido por el inglés Samuel Fox en 1852. Los modelos compactos y colapsables han estado disponibles desde los años de 1930, mientras que hacia mediados del siglo XX se empezó a utilizar nylon, material que no se pudre y es más resistente que el tafetán, lo cual impulsó la producción de paraguas en general y en particular el estilo palo de golf, que comenzó a comercializarse de manera masiva a partir de los años de 1970. La primera tienda dedicada a vender tales ingenios, James Smith and Sons, es famosa porque abrió sus puertas en New Oxford Street de Londres, en 1830, y aún lo hace hoy en día.
A pesar de su sencillez, está hecho de varias partes. La contera es la parte superior que, dependiendo del tipo de paraguas y el uso que se le da, puede ser plana, puntiaguda o cónica, fabricada ya sea en madera, metal, fibra de vidrio o plástico. El toldo que brinda la protección deseada, por lo común está hecho de tela pongee, ni muy ligera ni muy pesada. Algunos paraguas incluyen un toldo ventilado con un par de capas superpuestas; el dosel deja que el viento fluya a través de sus capas. Esto evita que se voltée en un ventarrón.
La muesca se fija al eje del paraguas y conecta las nervaduras a dicho eje mediante el corredor. Algunas muescas se fabrican de metal, pero la mayoría es de plástico. Las costillas o nervaduras le dan la rigidez necesaria con objeto de protegernos, formando la silueta característica de una sombrilla o paraguas cuando se despliega. Una camilla se agrega a las nervaduras, cuya función es estirar la capota al abrirlo. El manejar es un aditamento que muchas personas aprecian particularmente; algunos mangos son curvos, otros rectos, incluso telescópicos. El anillo de manija también es un detalle estético y funcional, pues es la parte donde termina y se recarga el dosel cuando se abate. Una docena de partes más constituyen este milenario objeto tecnológico.
Hay inventores que aun hoy persisten en tratar de innovarlo, por ejemplo, para soportar vientos de 100 kph. O creando prototipos siguiendo un dibujo serpenteante a fin de hacerlo más aerodinámico. Ante los frecuentes incidentes cuando nuestro paraguas se voltea y se rompe, inventores han pensado en colocar los brazos de metal arriba de la copa, en vez de abajo.
Otros inventores japoneses han ideado un paraguas sin copa. En su lugar, despediría aire caliente a través del mango, lo cual desviaría las gotas de lluvia antes de que caigan en la cabeza del usuario. Aún más futurista es el prototipo del inventor británico, Stephen Collier. Ideó lo que él llama “Raindershader”, una especie de casco probado para soportar fuertes vendavales. Hay quien se ha inspirado en los diseños origami. El ocio creativo humano parece no tener límites.
Rosalía Pontevedra
Escritora de ciencia, radica en Madrid.