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sábado, junio 7, 2025

La cobardía nuestra de cada día (asquito)

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Hace trece años, más o menos, murió un personaje cuya actitud hace mucha falta en estos tiempos de castrados.
(A los aspirantes a ser parte de un coro les cortaban los testículos. ‘Castratus’ les decían. Y las voces se aflautaban).
Christopher Hitchens fue un polemista, escritor, personaje público y referencia indiscutible en un mundo de voces timoratas.
Siempre dijo lo que nadie se atrevía a decir.
A los estúpidos les decía estúpidos.
Directamente.
Sin terciopelo de por medio.
Y eso le generó una imagen de poeta maldito.
Nació en Inglaterra, pero eligió, para vivir (para pensar), Estados Unidos.
Y su mejor instrumento fue la palabra hablada, aunque su prosa era de buena altura.
En el México de hoy no hay nadie medianamente parecido a este hombre que escribió la mejor diatriba en contra de la Madre Teresa de Calcuta.
Jesus Silva Herzog–Márquez lo describió muy bien cuando dijo que tenía una inteligencia salvaje.
Nadie como él para convertir el insulto en un tema artístico.
Insultar, cualquiera lo hace.
Pero insultar como Hitchens terminó siendo un arte.
En sus debates públicos, aplastaba a sus rivales.
Tras apabullarlos intelectualmente, les daba una patada en el culo con enorme elegancia.
Fue a muchas guerras, y todas las ganó.
Enfrentó denuncias, hostigamiento, envidia de su gremio (al que vomitaba), y de todo salió avante.
Fue un hijo de su siglo como pocos.
Pero la gran tragedia es que murió hace trece años y no hay nadie como él.
En México, donde todos practicamos una hipócrita amabilidad priista (en esos tiempos se engendró), nadie está ni medianamente cerca de nuestro personaje.
La simulación es la naturaleza de los intelectuales mexicanos, por muy brillantes que sean.
Hitchens era un hombre brutalmente culto.
Había leído todo (como quería Mallarmé), y tenía una memoria prodigiosa que le hacía repetir en voz alta una escena de Proust o de Dickens.
Sus insultos, sus ofensas, hacen mucha falta en este mundo tan mediocre.
Cómo se le extraña, cuánto se le admira.
Que no descanse nunca en paz quien nos levantó de los asientos tantas veces.

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