Cuando mi hija tenía unas semanas de nacida, una de esas mañanas que no tienes nada que hacer, además de contemplarla, me entró de pronto un ataque de pánico. Unos días antes, mientras la amamantaba, había tomado la mala decisión de ver una serie sobre el tráfico de personas que, mezclada con las noticias que vemos todos los días en este país, no me dejaban dormir. Ahora que lo pienso, seguramente tenía algún grado de depresión postparto.
Estaba sentada en el sillón de mi casa cuando pensé de repente en lo frágil que era la bebé.
Me puse a pensar en todas las cosas que yo había hecho como adolescente. ¿Cómo sobreviví?, pensé. ¿Y si ella no tiene tanta suerte? Empecé a llorar inconsolablemente. Podría parecer una locura, solo que no lo era.
Fui una adolescente bastante rebelde. Nunca consumí drogas, pero hacía lo que me daba la gana. Mis papás me daban permiso de salir dos fines de semana al mes. Me esperaban despiertos, me llevaban y me recogían. Los otros dos fines de semana me salía por la ventana. Pedía un taxi que me esperaba afuera de mi casa para alcanzar a mis amigas en el bar en el que estuvieran. Cuando me quería ir, tomaba otro taxi afuera del antro. Muchas veces me parecía más seguro que pedirle un aventón a alguna amiga o amigo que llevaba diez tequilas encima.
Acampé con amigas en playas de Oaxaca sin tener servicio en el celular y con casi nadie alrededor. Tomábamos un camión desde Puebla, luego una combi que te llevaba a la playa y ahí buscábamos donde quedarnos. A los diecinueve años me fui a viajar durante todo un año. Estuve sola en África. Pedía aventones, viajaba sin planear mucho. Fui de un país a otro con alguna amiga. En una ocasión íbamos en dos diferentes motos (que hacían funciones de taxis) en la frontera entre Malawi y Tanzania. Queríamos tomar un camión del lado de Tanzania, pero los trámites para cruzar nos detuvieron y perdimos por segundos el camión. Eran las seis de la tarde, pero estaba ya completamente oscuro. La moto en la que yo iba aceleró a fondo y dejamos a mi amiga atrás. El conductor no hablaba inglés y yo no entendía que estaba pasando. Pensé lo peor. Por fin entendí: trataba de alcanzar al camión.
No lo logramos, así es que manejamos por una carretera al poblado más cercano para buscar en dónde dormir.
En el momento en que vi a mi hija en brazos, todas esas increíbles experiencias de mi vida me llenaron de temor.
Hice un recuento de todo lo que me pudo haber pasado, y no pasó. No pasó porque era otro México o porque estaba en otro país, o porque tuve suerte, o porque a pesar de todo sabía cuidarme. Pero, sobre todo, porque no me topé con un asesino o un violador que pensó que mi vida era desechable.
He leído indignada comentarios como este sobre el caso de Debanhi: “Cuántas tragedias podrían evitarse si los papás cumplieran funciones de papás. Si les pusieran horarios. Si negaran permisos. Si conocieran a las ‘amigas’. Si fueran por ellas a las fiestas.”
Tipos que opinan que si el papá hubiera recogido a su hija esto se hubiera evitado, y que el señor tiene la culpa. El papá de Debanhi, que seguramente la amaba como a nadie en la vida, es, según algunos, culpable de su muerte y de las decisiones de un degenerado.
¿En qué momento se convirtió el que te violen y te maten en tu culpa, en culpa de tus papás o de tus amigas adolescentes?
Yo agradezco que mis papás me hayan dejado vivir aventuras, tomar decisiones, viajar por el mundo, a pesar del miedo y la angustia que esto les provocaba. Sé que porque les importaba me dejaban ir.
Quiero que mi hija viva libre y sea libre de salir, de caminar por la calle, de viajar por nuestro país. La muerte de Debanhi, como a la gran mayoría, me tiene indignada y con el corazón roto. Me recuerda el terror que sentí cuando vi la fragilidad de mi hija recién nacida, y de lo frágil que sigue siendo. Sobre todo, porque vive aquí, en éste país donde las niñas desaparecen, se esfuman y terminan muertas.