El fuego se extingue. La llama se apaga, pero las cenizas que quedan ahí; todavía queman, hieren.
El cordero se calcina mejor con los carbunclos: esos pedacillos de madera que están a punto de desaparecer, pero que aún arden y cocinan con paciencia esa carne. Lentamente. Dejando que el animal se desangre por completo.
Las esposas son una maravilla hasta que dejan de serlo. Igual que los maridos.
La cosa entre parejas es lo más complicado del mundo porque insistimos en hacerlo complicado.
O tal vez no.
Quizás en algunos casos no sea un conflicto binario.
Conozco a muchas mujeres cuyo deporte preferido es pelear, chantajear y boicotear la vida de sus hombres. Discuten por todo con o sin razón. Luego, cuando el debate sube de color, se victimizan.
Asimismo, conozco a hombres que sobrepasan todos los límites de la ética y enloquecen a sus damas.
Son los menos, debo decirlo.
En mi experiencia personal, las parejas cercanas viven absolutamente apoltronadas, hartas de sí, lacerándose o ignorándose. Con un iceberg hundido entre las ingles.
Mintiéndose en el mejor de los casos; y digo en el mejor porque, si la verdad se mantiene oculta y no hiere a la otra parte, pueden nadar de pechito por años, o hasta que la muerte los separe.
Sin embargo, no es la muerte lo que divide.
¡Es la vida!
Empezar a odiar cómo mastica el de enfrente, limpiar sus inmundicias en el inodoro, darse cuenta de que no se lava bien la boca o que camina como abeja o que se ríe como yegua o que ronca como locomotora, etcétera. Básicamente el desgaste orgánico de los cuerpos.
Cuando uno toma los votos frente al cura o estampa su firma con el juez, deberían de advertir que esa unión se verá seriamente magullada por el tiempo. ¡La muerte qué!
A veces es lo mejor que le puede pasar a uno en casos extremos.
La muerte es preferible, por ejemplo, a tener que lidiar con una exesposa o un exmarido que te recuerde lo pendejo o loco que fuiste en tu juventud al escogerlo (a). A tener que soportar que ese ser otrora amado respire por la herida y no haga otra cosa más que desvivirse por arruinarte, ahora sí, ¡hasta que la muerte los separe!
La principal preocupación de los exmaridos es cuidar que ningún garañón se les acerque a sus hijos. Esa es la razón más común por la que un hombre se puede volver un callo con su exmujer.
Dirán lo mismo las exesposas, pero mienten.
En su inmensa mayoría el problema de estas criaturas es un vulgar conflicto de interés, es decir, lo que perdieron o pueden llegar a perder si el sujeto al que echaron de su vida a patadas (por desamor) encuentra a alguien más compatible. Y el conflicto de interés va desde una parcela de coles hasta un imperio.
Pero en esta ocasión dejemos fuera a la figura del exmarido porque estoy en shock con el juicio de Johnny Depp y Amber Heard, quien ha dejado en claro que es una arpía agresiva-pasiva de primera categoría.
La perfecta exesposa. La mejor. O sea, la peor.
La que es capaz de vender su historia a Rolling Stone con tal de hacer pedazos a un sujeto mucho más talentoso que ella… vulnerable, drogadicto y tóxico, pero con una reserva de nobleza que la desarma hasta el grado de exhibirse a sí misma y de estar a punto de perder sus mejores años útiles con tal de joderlo y meterse unos cuantos millones más a la bolsa.
Hablo de las exesposas con autoridad moral porque soy una de ellas. Aunque a la fecha creo haberme comportado siempre a la altura.
Hablo de las exes no porque CREA que las mujeres son más perversas que los hombres cuando ya no tienen lo que NO quieren (¡así!, lo que NO quieren; por algo se mandaron al churro, ¿no?).
No lo creo. No creo que las mujeres sean perversas. Más bien estoy segura, ya que si hay algo cierto en este mundo, eso es que el desamor es la verdadera causal del divorcio.
El desamor previo; el que comienza con los roces cotidianos que parecen no afectar demasiado, pero que a la postre son los que abren un abismo que acaba por succionar a los amantes.
Esposas. Ufff. Desde el nombre suena a atadura, a cadena perpetua, a un fierro helado que inmoviliza y castra.
Supongamos que el cónyuge no es un pan de dios ni mucho menos (el señor Depp, uno de ellos).
Es, de hecho, un cabroncete disfrazado de oveja. O no: más bien un cabrón expuesto y consumado, pero que ha cumplido con lo que las leyes humanas imponen para convivir en paz.
De pronto lo hijos llegan ¡y qué alegría y qué felices!, aunque con ellos aparece también un perro negro que ya nunca se irá: el del recato, la falta de deseo y el tedio sexual.
Pero así lo decide uno si es que se tienen hijos. Y hay que apechugar y aprender a coger cuando no se quiere o de repente coger por otro lado sin querer.
O la cosa puede ser menos aparatosa cuando no hay hijos, pero aún así existen parejas que explotan como granadas de fragmentación, sólo que sin testigos dolientes que terminen viviendo situaciones lamentables como convertirse en rehenes de sus padres; sobre todo de las señoras despechadas que transforman a los chavos en una moneda de cambio.
El precio a pagar de los señores es altísimo: las doñas se cobran a réditos exponenciales las pequeñas fechorías pasadas del marido, llevándose a todos entre las patas mediante métodos poco ortodoxos y desleales como revelar secretos y vetar la imagen paterna mediante el eficaz chantaje moral.
Pero ojo: en esa dinámica deplorable de poder, las que terminan más afectadas (sin percatarse) son las exesposas.
Puede ser, como el caso de Johnny Depp, que, en efecto, la pareja nació muerta y se fue malogrado al poco tiempo por los altos niveles de toxicidad y traumas de ambas partes. Sin embargo, aunque la ley haga impune al más miserable, el tiempo hace lo suyo y deja una marca evidente de amargura y fealdad en la cara del injusto.
El rostro de Amber Heard es la imagen viva de la insatisfacción y la vileza.
No me gusta generalizar… finalmente yo soy ex pareja de dos hombres, pero por algo escribo en este medio, que es de uno de ellos.
Al mirar la visa atrás traduzco que para ser una buena ex se necesita no envidiar la felicidad del otro.
De otra manera las exesposas –como la de Depp– seguirán condenadas a ser eso que decía el gran Juan Rulfo: un rencor vivo.