En tiempos de caos, cuando la incertidumbre se cierne sobre el mundo como una tormenta sin fin, la filosofía estoica resurge con la fuerza de una antorcha en la oscuridad. Epicteto, Catón, Séneca y Marco Aurelio no escribieron para un mundo ordenado y pacífico, sino para uno turbulento, lleno de traiciones, guerras y decadencia moral. Sus palabras, cinceladas en la roca del tiempo, no son reliquias del pasado, sino brújulas para quien se niega a naufragar en la desesperación. Si vemos estas últimas semanas y solo reaccionamos ante la estulticia y la crueldad, la plutocracia y la polarización, nos perderemos irremediablemente. A guisa de pequeño tratado estoico vengan esos ejemplos de contención y sabiduría.
Epicteto, nacido esclavo, supo que la verdadera libertad no radica en las circunstancias externas, sino en el dominio de uno mismo. “No es lo que te sucede, sino cómo reaccionas a ello lo que importa”, escribió, como si se dirigiera directamente a quienes, en la era de las redes sociales y la desinformación, se dejan arrastrar por la histeria colectiva. Durante la pandemia, millones de personas aprendieron a la fuerza su lección: no se puede controlar la existencia, pero sí la respuesta que se elige frente a ella. Algunos se encerraron en la rabia, buscando culpables en cada esquina; otros aceptaron la incertidumbre y, en medio del desastre, hallaron propósito en el estudio, la solidaridad, la introspección.
Pero hay momentos en que la aceptación no basta, en que la tormenta no solo ruge sino que amenaza con arrasar todo. Catón el Joven entendió esto cuando Roma, esa Roma que amaba como un segundo cuerpo, se hundía en la tiranía. Para él, la virtud era más valiosa que la vida, y prefirió la muerte antes que arrodillarse ante César. Hoy, cuando la política se ha convertido en un espectáculo grotesco de cinismo y mentira, su ejemplo resuena con la furia de un tambor de guerra. ¿Qué hacer cuando todo parece podrido? Resistir. Sostenerse en la verdad aunque todo alrededor se desplome. Navalny en Rusia, los periodistas que desafían a regímenes brutales, los activistas que se niegan a claudicar: todos ellos encarnan el espíritu de Catón, la certeza de que no hay derrota en la fidelidad a los principios.
Séneca, testigo de la crueldad de Nerón, sabía que la adversidad no es un castigo sino un fuego que puede templar el carácter. “No es porque las cosas sean difíciles que no nos atrevemos; es porque no nos atrevemos que son difíciles.” El mundo moderno está saturado de amenazas que parecen insalvables: el cambio climático, la desigualdad, la violencia, la incertidumbre económica. Ante ellas, es fácil caer en el derrotismo, en la cómoda excusa de que nada puede cambiarse. Pero hay quienes, como Greta Thunberg o los voluntarios que reconstruyen comunidades arrasadas por desastres, han comprendido que la desesperanza es una elección. Séneca los habría reconocido como discípulos suyos, aquellos que no se lamentan de la tormenta, sino que aprenden a navegar en ella.
Marco Aurelio, emperador y filósofo en tiempos de plagas, invasiones y conspiraciones, escribió en sus Meditaciones que la serenidad no depende del mundo, sino del orden que llevamos dentro. “Tú tienes poder sobre tu mente, no sobre los eventos externos. Date cuenta de esto y encontrarás la fuerza.” La historia ofrece ejemplos de quienes, incluso en los infiernos más atroces, se aferraron a este principio. Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto, entendió que incluso en los campos de concentración existía una última libertad: la de decidir quién se era frente al sufrimiento. Si alguien pudo encontrar sentido en la sombra de Auschwitz, ¿cómo no vamos a encontrarlo nosotros, atrapados en el ruido y la ansiedad del siglo XXI?
El estoicismo no es resignación ni frialdad. Es una forma de resistencia. Es la voluntad de Epicteto de no dejarse quebrar por la esclavitud, la firmeza de Catón al negarse a vender su alma, la audacia de Séneca para ver en cada crisis una oportunidad de fortaleza, la serenidad de Marco Aurelio ante un imperio en llamas. No podemos evitar el caos del mundo, pero sí podemos decidir cómo enfrentarlo. Y en esa decisión, en ese acto de desafiar la tormenta sin perder el rumbo, se juega todo.