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martes, abril 23, 2024

Reimaginando la educación

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Desde hace muchos años, según recuerdo, se insiste en que algo está fallando en la educación, que existe una tensión entre el Estado y el Mercado, que es urgente y necesario el cambio, la reforma, la transformación. Y esta angustia por los malos resultados se escucha por aquí y por allá, va y viene, es moneda corriente, no sólo en México. 

La tensión entre Estado y Mercado revela la importancia que tienen los procesos educativos en la formación de la ciudadanía que la clase dirigente en turno requiere para mantener cierto control y conservar la hegemonía, por un lado, y mantener la dinámica de producción y consumo, por otro lado. Ya podemos acostumbrarnos a este juego de fuerzas y asumir que el gran cambio, basado en la igualdad, no va a llegar pronto porque tanto el poder político como el poder económico necesitan la desigualdad social para funcionar. 

Lo anterior no significa que debamos resignarnos y abandonar el deseo de una mejor educación. Una educación que no comienza desde cero cada que una administración protesta guardar y hacer guardar todo lo guardable, sino que se sabe arraigada en la historia, resultado de dinámicas sociales, tocada por intereses, orientada al futuro. Una acción intencionada que reconoce múltiples factores capaces de incidir en el logro o el fracaso. Un proyecto inevitablemente intersubjetivo, colectivo, social. 

Lo que sí se puede hacer para generar cambios positivos en la escuela y en la universidad es entender y atender los procesos que acompañan la construcción del conocimiento, imaginar, diseñar y modelar la participación al interior de las comunidades educativas, desarrollar el conocimiento del conocimiento, el pensamiento crítico y creativo, la toma de decisiones y la acción consecuente. No desde el discurso gastado y los coloridos carteles (sin tilde), sino desde la participación. 

Reimaginar es el principio. Y eso es lo que Xavier Aragay propone en su libro Reimaginando la Educación (Paidós, 2020), en el que afirma que la transformación educativa “solamente será posible gracias a la convicción y participación de todos los actores que forman parte de la comunidad educativa: alumnos, educadores, familias y entorno. De abajo hacia arriba, más que de arriba hacia abajo”. Ya se sabe que los enfoques prescriptivos que se acompañan de coerción tienden a ser poco efectivos. 

La primera de las 21 claves que aporta Aragay tiene que ver con crear espacios, sí, espacios “para la reflexión pausada de alumnos y profesores sobre la vivencia que han tenido, sobre lo que han experimentado, sobre el significado y sentido de la actividad”. Suena lógico, la esperanza, la otra educación posible, las nuevas formas de entender y habitar el mundo requieren más tiempo en el territorio que en el escritorio, pasan por la voz de los actores más que de los directores, surgen de la experiencia más que de la exigencia. 

Asimismo, hay que considerar otras maneras de educar, soñar, visualizar. Diagnosticar, evitar los supuestos. Equiparse: “este cambio no se puede afrontar desde un liderazgo solitario”. Aliarse con los alumnos, con los maestros, con las familias. Hay que sorprender a los demás si queremos cambiar los escenarios educativos proyectando creatividad, ilusión y sueños, provocando un enamoramiento colectivo. Y, entonces sí, habrá que elaborar un plan. 

Poco se logrará sin confianza, sin comunicación, sin convidar a los demás, sin empoderar y delegar, sin pasión. Eso explica por qué los agentes de cambio generalmente no proceden de la necesaria y siempre creciente burocracia: “Hay que apasionarse -dice Aragay-. Soñar en grande. Enamorarse de la transformación educativa. Pasión y anhelo de cambio a fondo. Por vocación y convicción. Por nuestras alumnas”. 

Se trata de contagiar, de soñar en plural, de co-crear. Cambiar el enfoque, modificar la mirada, reorientar el empeño. Abrirse al partenariado, a la colaboración, al co-diseño. Hacer equipo. Ser en comunidad. Trabajar en red. Reconsiderar y tener en cuenta que “introducir más innovaciones pequeñas sin replantear el sistema como tal, a la larga, solo acarreará más problemas en una organización (la escuela) que ya ha dado de sí, en su forma actual, todo lo que podía, y más ante un mundo que cambia a una velocidad vertiginosa”. 

Sí, la inercia no beneficia a la educación. Hay que cambiarla. Reformarla. Transformarla. Sin olvidar que “transformar la educación se asemeja a cambiar las cuatro ruedas del coche en marcha” y por ende deberíamos abocarnos a lo esencial”. Y, entonces hay que arriesgarse, y hay que disfrutar el viaje sabiendo que la incomprensión puede ser parte del pasaje, y hay que evaluar los avances, y rectificar si hace falta. Y volver a imaginar la escuela una y otra vez para que en ella suceda lo que pretendemos que provoque la educación.  

El reto de transformar la educación es grande, sin duda; pero posible.  

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