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martes, abril 23, 2024

Sigilo 44

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Capítulo 44

Madre de dragones

 

Cuando le conté a Antonio sobre el incidente de la golondrina, se rio un buen rato y le dio una explicación totalmente racional a la resurrección del inocente pájaro.

–Las aves también se hacen las muertas para sobrevivir ante el peligro.

Muchos patos lo hacen al ser atrapados por zorros. Entran en estado de tanatosis. No veo por qué no lo va a hacer una golondrina ante la amenaza de un cristal tan duro, acuérdate que es contra balas.

–¿Pero los patos lo hacen porque los zorros son sus depredadores, no? ¿El cristal no es un animal depredador, o sí? –le contesté irónica.

Por esos días me hallaba muy ansiosa. A pesar de las explicaciones con manzanitas que me daba mi marido sobre todas las cosas extrañas que estaban ocurriendo, mi espíritu se sentía acongojado por la culpa. Julieta había logrado escapar de sus secuestradores y nadie parecía sorprenderse ni alegrarse ni preocuparse por su situación.

Me la imaginaba caminando por el desierto terregoso con su back pack, donde metería a las volandas algunas bolsas de carne seca, su botella de agua, bacanora y la esperanza de encontrar ayuda en medio de esa nada apabullante, seca, criminal.

Cerraba yo los ojos para tratar de saber cómo se las había ingeniado –en medio de su delirio– para no confundir una piedra con un pan, un hoyo en la arena dejado por el deslave de una tormenta o por el desove de alguna tortuga prehistórica con un aljibe de aguas cristalinas. Entre sorbo y sorbo de café me preguntaba de qué había servido todo su entrenamiento espiritual, que no le impidió caer en las redes de un asesino como su marido, ni en la cama mugrienta del tal Harper que acabó traicionándola con su alumna más prometedora, por sólo mencionar los errores fundamentales de su existencia.

A estas alturas estaba convencida de que ella había torcido su camino de crecimiento álmico en algún mal encuentro en un bar, en una calle europea, mirando un anuncio espectacular o el aparador de una tienda de empeños. Una mujer hecha y derecha que seguía anhelando el reloj de pulsera visto en su natal Rumanía cuando todavía era Nicoleta y no una señora. Cuando era una europea pobre a la que la gente le huía porque la confundían con gitana.

¿Se habría dejado seducir por las palabras de un hombre abyecto como ese Harper? No lo creo. Al contrario. A estas alturas todo me indicaba que ella lo había usado para conseguir sus propósitos. Estoy segura de que lo engañó siempre con ese enculamiento que el mugroso aquel presumía por todos los salones de conferencias del país. También sé, con toda seguridad, que nunca se expuso a una traición hasta que Harper y Esperanza le echaron encima esa especie de perol de aceite hirviendo en el centro mismo de sus convicciones.

Quizá por eso siempre procuró dejar su corazón de lado a la hora de entregarse a sus pulsiones carnales. Hasta el día en que se confió. De nada sirvió el control de daños que estaba acostumbrada a ejercer justo porque ella era quien destruía, no quien quedaba destruida y en medio de una crisis.

–Aunque no lo parezca, Vale, yo sé controlar mis sentimientos – me decía.

Y era cierto. Muchas veces la había visto llevar a cabo sesiones con mujeres histéricas, apabulladas por el abandono y la tristeza. Pero nunca se vio a sí misma en ese papel. Se juzgaba fuerte, invencible, aunque su poder disminuía, quizá por los años acumulados, o por la inseguridad nacida de la menopausia, la cual deja a la mayor parte de las mujeres instaladas en un páramo de desolación y de rechazo, de desamor y abandono.

Y no pudo contra Esperanza, poseedora de múltiples mañas, mentirosa compulsiva, eterna wanabe en una Puebla conservadora y, sobre todo, orgullosa de su linaje.

Desde el momento en que se descorrió el velo del mito creado entre Harper y esa mujer escapada de algún infonavit defeño, Julieta empezó a descuidar el estudio, la búsqueda de la llave para abrir el sigilo. Se empezó a arrojar al vacío, desorientada. Sin embargo, siguió dando sus conferencias con tal de detectar posibles alumnas. Su habilidad para elegir “hermanas” siguió intacta, eso sí. A pesar de su depresión, continuó su tarea de reclutar ingenuas y llevarlas a las sesiones de estudio sobre los ángeles y su relación con el sigilo. Llegada a ese punto de mi reflexión, me detenía en seco un gran temor: ¿y si para Julieta yo tampoco había estado nunca en el rango de verdadera “amiga” y ni siquiera de “alumna”?

Entonces, ¿qué había sido yo para mi mentora? ¿Por qué me llamó a ser parte de su grupo pero nunca me incluyó en realidad? ¿Sabría lo de mi sangre dorada y la de Antonio? A lo mejor Julieta era más calculadora y estaba mucho más metida en los textos de John Dee y de otros alquimistas medievales de lo que ninguno de nosotros podía haber imaginado. O quizá sí hubo una persona: su marido, quien de amarla por su belleza y sus ansias de vivir, su poder sexual y espiritual, llegó a aborrecerla cuando empezó a creer que le había hecho algún hechizo, algún “mal” o trabajo de magia negra. Y ella lo sabía.

–Pobre hombre –me dijo un día–, va a pagar muy caro su odio contra una mujer que jamás lo amó.

Ahora lo que yo necesitaba era saber si podía explicarme el papel de mi esposo y el de mi hija en todo este lío de los sigilos. Si era verdad lo del ángel que se encontró en el desierto y le hizo revelaciones sobre mi familia, yo necesitaba saberlo.

Cada día que pasaba me daba cuenta de lo lejos que me hallaba de la amistad original, de los días locos, las parrandas, los acostones, los ligues. Lejos de las burlas a Vicente, el capo marido de Julieta, empecinado en leernos la mente.

De pronto me acordé de la USB que me traje del penthouse de Julieta.

Quizá ahí estaba revelada la pieza más importante del rompecabezas.

Aprovechando que Antonio había salido de viaje de negocios a Miami, encargué a Amaris con la tía y Maribel, tomé mi laptop y me lancé al Starbucks de Sonata.

Me refugié en la última mesa, cerca de los baños y alejada del ventanal (luego del asalto me quedó cierta aprehensión hacia las vidrieras que dan a la calle).

Abrí la carpeta donde, previsiblemente, había videos de los viajes de Julieta, de su visita a Rumania ya siendo adulta. Uno de los vídeos se titulaba: “Madre de dragones”. Para mi sorpresa, una Catalina mucho más joven aparecía en su jardín, rodeada de sus animales salvajes. Llevaba una túnica blanca. Casi pude oler el aroma a humedad, característico de todo su guardarropa. Se veía feliz. Jugaba con las hojas de los árboles, correteaba a un koala que no recordaba haber oído mencionar. La cámara entonces hizo un paneo ante la entrada en escena de dos nuevas figuras. Mi estupor me hizo escupir un sorbo de café: dos enormes dragones de Komodo habían llegado a acomodarse a cada uno de los lados de Catalina.

De pronto un acercamiento de quien estaba tomando el vídeo se estacionó en el vientre de Catalina. Estaba embarazada. Una luz ígnea la envolvió, dando paso a otra escena donde aparecía, desnuda y embarazada sobre el sigilo. Un hombre moreno, casi negro -tatuado con símbolos, ojos, cruces- daba vueltas en torno de la mesa. Llevaba un objeto en la mano, una especie de palmeta de un material rígido, muy oscuro. Al completar la primera vuelta, el hombre se coloca de frente a la cámara. Está desnudo, con el falo en reposo. De pronto se vuelve hacia la mujer, que se levanta y se hinca en la mesa. El negro la golpea muy fuerte en los pechos, el vientre, los brazos. De nuevo se puede ver al tipo, pero esta vez tiene una erección bestial, inhumana. Cata se acomoda de nuevo en la mesa, bocarriba y con las piernas abiertas. En un acercamiento de la cámara se ve su rostro bañado de lágrimas y, sin embargo, extrañamente feliz. El hombre deja de lado el objeto negro y coloca su poderosa cadera entre las piernas de Cata, quien habrá tenido en ese entonces unos 40 años.

Ahí me brinqué la escena. Algo me decía que el mal se había incubado en ese lugar y en esos tiempos. En las últimas carpetas había otro video, una sala de quirófano, una mujer dando a luz. Era Catalina. El video en esa parte tenía sonido. Se escuchaban los murmullos del personal al sacar a un bebé que no lloró. Los gritos de su madre pidiendo verlo. La estupefacción de las enfermeras. El encargado del video abriéndose paso para enfocar la escena. El bebé en la mesita de valoración de los recién nacidos. Una rápida vista muestra al niño: el litopedion que encontré escondido como uno más de los secretos resguardados por Julieta. El hijo de piedra que nunca resolló ni vivió para perpetuar la sangre endemoniada de Catalina.

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