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viernes, abril 19, 2024

Sigilo 42

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Capítulo 42

La sangre santificada

 

¿Un portal a otras dimensiones, un altar de sacrificios, un dibujito hecho con letras que harán la magia de que el universo conspire a tu favor? ¿O a lo mejor una escalera al cielo, una pesadilla nocturna, un pasón en una iglesia, una mentira para estafar gente ingenua? ¿Qué cosa es un sigilo, Maribel?

Mi mirada ha de haber estado infestada de pulgas del mal, porque logré que Maribel dejara de ver la ventana y se volviera hacia mí. Con el vaso de agua quietecito en su mano, me dijo en total calma:

–El sigilo es el sello de Dios.

Me quedé estupefacta.

¿So? Me dejas en las mismas, amiga.

Y que se lanza de nuevo con su jerizgonza medieval. Luego de una retahíla de palabras en latín, que le grito:

–¡Para tu carro, querida! A mí me hablas en español, si no es mucha molestia.

Maribel se tomó el agua y dejó el vaso en el trinchador de caoba. Se alejó hacia el cuarto que compartía con la niña revoleando la bata o túnica o lo que fuera.

–Deberías entender latín, Valentina.

–Entiendo el latín escrito –dije para defenderme.

–Este era tu idioma hace varios cientos de años.

–¿Y el tuyo cuál era? ¿Cuál es ese idioma tan raro que hablas hoy?

Maribel se me quedó viendo con intensidad.

Luego dijo en un susurro:

–“Cuando el quinto ángel toque su trompeta, una estrella caerá del cielo. A ella se le dio la llave que lleva al Abismo Profundo.”

–Me parece que ya caímos en ese dichoso abismo –repliqué. Aquí todo el mundo habla de ángeles y de portales y de llevar en la frente la marca del sello de Dios.

Maribel me miró con extrañeza.

–¿Por qué me dices eso? ¿Cómo sabes? –me preguntó.

–Son palabras que están en todos los textos iniciáticos de las Hermanas de la Luz.

–¿Nunca te han dicho la verdad?

Esperé dos segundos para inhalar aire. Ése era un tema que me destemplaba los dientes. Reviré:

–Supongo que no, Maribel. Pero hay tantas verdades en el éter…

–Has estado tanto tiempo estudiando los textos de los magos que no te das cuenta de la verdad. Tú llegaste aquí, con Antonio, con esa bella niña, porque estaba escrito.

—¡Uy, no! Ese cuento ya me lo sé. –Notaba que mis sarcasmos iban de mal en peor. Maribel no se merecía tanto maltrato.

–Tú vienes de muy lejos, de cuando la sangre corría por las venas del profeta…

–¿Será por eso que tengo problemas de coagulación? –pregunté, ya más interesada.

–Tu sangre es en realidad “sangre dorada” – contestó Maribel, el brillo de sus ojos cada vez más intenso.

–¿O sea que soy hija de algún rey? –pregunté, a punto de soltar la carcajada.

–Tu sangre nació en Palestina, hace más de dos mil años. Corrió por las venas de una madre, Isabel, quien tuvo a su primer hijo cuando ya era una anciana. A lo largo de muchas generaciones, unas cuantas personas en el mundo han logrado mantener el linaje de la prima de María vivo y resguardado para cuando llegue el momento.

Ahora yo era la que tenía hecha nudos la lengua.

De mi garganta salían sonidos incomprensibles.

–Nosotros estamos aquí para proteger tu linaje: Amaris. No sabía si lanzar la carcajada o llorar.

–A ver, a ver, manéjamela más despacio… ¿Entonces todo esto es un plan, como seguro de amplia cobertura para mi niña?

–Antonio, tu marido, es un portador de la misma sangre que tú. Su niña la recibió, por primera vez en más de 500 años, en su forma pura.

Cada vez que de esa boca de labios carnosos salía el nombre de mi marido yo sentía como si me explotara un cohete en el trasero.

–¿Y eso qué tiene que ver con el sigilo?

–El sigilo es el sello de Dios.

Esa insistencia en repetirme la misma frasecita me instiló unas ganas tremendas de tomarme un vodka. Tenía seca la garganta.

–Okey, ajá. ¿Y entonces, mi sangre dorada qué tiene que ver con eso?

De pronto, en medio de mi cocina de alta funcionalidad, miré la figura de un ángel. De los que siempre representamos como figuras aladas y cabello ensortijado.

El ángel señaló en mi dirección. Alcancé a escuchar una voz grave y profunda que me ordenó: “Véncelos”.

Cuando desperté a la mañana siguiente me enredé en el cuerpo de Antonio.

–¿Sabes que tú y yo somos uno mismo?

–¿Cómo la canción de Timbiriche? –preguntó risueño. Se lengua se hundió en mi cavidad bucal sin recato alguno. Sentí su miembro crecer embravecido bajo las sábanas. Tomó mis caderas para deslizarse hasta el fondo de mi vientre y remover los
restos del sueño con dulzura y rapidez crecientes.

–Sí, los somos, siempre lo hemos sido…–dijo con ansiedad dentro de mi boca.

La tía –siempre pendiente de nuestros desvaríos y excesos pasionales– nos trajo el desayuno a la cama. Sólo que esta vez añadió un par de mimosas y una flor del jardín.

—¡Feliz aniversario! –musitó con cierto entusiasmo y salió del cuarto, dejándonos a merced de la alegría del corazón y del cuerpo.

–¿Es nuestro aniversario de verdad, Antonio? –pregunté, perdida en el espacio de las fechas conmemorativas.

–¡Quién sabe! –pegó la carcajada y volvió a hundir sus ansias en el pozo rebosante de mi deseo.

No tuve el ánimo de platicarle nada a mi marido sobre la charla entre Maribel y yo. Era un día especial. Fue él quien se encargó de arruinarlo con un recordatorio:

–Hoy te toca consulta con el hematólogo.

El médico, como muchos galenos, me dio una noticia buena y otra mala. La buena, que la púrpura estaba en remisión. La mala, que aún así debíamos estar preparados (Antonio y yo) para nuevos ataques. “Qué mala sangre tengo”, me dije yo. Entonces me acordé de mi plática con Maribel y le dije:

–Doctor, ¿qué tan rara es mi sangre? ¿Es cierto que la tengo dorada?

El hematólogo se me quedó viendo muy serio, y después de meditarlo unos instantes, me contestó:

–Tu sangre, que es la sangre de tu hija y la de Antonio, es de un tipo muy raro. De acuerdo con mis investigaciones y el dictamen que le pedí a un colega de Israel, ustedes pertenecen a un linaje muy antiguo. Algunos historiadores y paleontólogos afirman que es el mismo de la familia de Juan el Bautista, el hijo de Isabel, la prima de la Virgen María. ¿Quién te dijo que tenías sangre dorada?

–La nana de mi hija. La conocí no hace mucho en la Clínica Mayo en Estados Unidos. Sin darme cuenta ahora ya es casi parte de la familia.

–Pues sí, en efecto, la sangre de ustedes recibe ese nombre, por cuestiones más místicas que hematológicas. En realidad esa sangre extraña y antigua viene de relaciones endogámicas que se hicieron costumbre a partir del siglo II, dice mi colega, para preservar la santidad del linaje. La enfermedad no es sino consecuencia de esa falta de mezclas.

–¿Entonces Antonio y yo somos algo así como primos? –pregunté azorada.

–No exactamente, pero son parientes más o menos cercanos. Por cierto, según cierta leyenda, los portadores de esta herencia siempre se encuentran, se casan, se reproducen, pero no es por casualidad: es su destino. Como sea, esa sangre es de características muy peculiares: no tiene factor Rh, para empezar. A partir de que los conocí, he investigado mucho sobre esta sangre y, al parecer, se vincula también con las tribus de Medio Oriente, como la A negativa y la AB negativa. Más les vale cuidarla, es un tesoro que sólo pueden compartir entre ustedes. Me temo que no podrán ser donadores tan fácilmente, ni encontrar alguno para ustedes. Un consejo: deberían tener cuidado con la nana de la niña. Es muy sospechoso que sepaesto. Ser descendiente del Bautista no es nada común o público. Y los fanáticos abundan y son, a veces, muy peligrosos.

Rumbo a la casa, Antonio me confesó a que se había metido en el negocio de los giros negros justo para huir de los ángeles y de las sectas construidas a su alrededor. Necesitaba estar en un lugar lleno de gente sin más fe que la carne y sus mandatos: el licor y la diversión sin compromisos. Y ahora resultaba estar emparentado con un miembro de la Divina Familia.

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