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viernes, marzo 29, 2024

Sigilo 14

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Capítulo 14

La ofrenda roja

 

El parto fue verdaderamente lento, muy difícil. Yo pedí que no me pusieran anestesia general; quería ser parte del gran momento del nacimiento de mi hija. Sin embargo, luego de horas ella no se animaba a salir por la gran puerta y tuvieron que sedarme.

En medio de la niebla que empezó a invadirme, una especie de chicharra se oyó retumbar por los rincones de la sala de partos. Desde lejos, como si estuviera parada sobre una colina en medio de un remolino frenético, empecé a ver cómo los médicos ponían electrodos en mi pecho desnudo. Todo era una especie de película muda donde yo solo podía adivinar los gritos, las órdenes, el ruido de la máquina de resucitación. Empecé a ver sangre que escurría y empapaba las sábanas de la cama obstétrica. Desde allá lejos recuerdo no haber sentido miedo, solo un frío profundo, como si la temperatura hubiera escapado por completo de mi cuerpo.

En eso escuché un grito de angustioso triunfo, casi como un rugido, saliendo de la garganta del médico obstetra que por fin sacó del canal de parto a una pequeñísima niña viva y cubierta de sangre. Cada vez más lejos observé que mi corazón entraba en paro. Luego de volverlo a la normalidad, empezaron las convulsiones. Mi ánima o espíritu o cuerpo astral sobrevoló la escena. Percibí la dantesca imagen de una mujer moribunda, sacudida por espasmos cada vez más fuertes. En ese momento no supe si la escena era producto de una pesadilla inducida por los medicamentos que me entraban por la vena o si en realidad estaba muriendo. Luego, muchos días después, me informaron que mi marido aceptó el coma inducido para salvarme de la imparable hemorragia antes de que se me dañara el cerebro para siempre.

También me informaron que mi hija nació con un peso de niña prematura: kilo y medio, y un largo de 40 cm. Demasiado pequeña para poder considerarse un bebé llegado a término; parecía más bien una sietemesina que se había hecho la remolona durante
demasiado tiempo, como no animándose a salir a un mundo que iba a intentar minimizarla siempre.

Tardé varios días en ver a la criatura. Los médicos iban y venían entre retazos de sueño e imágenes espectrales. Cuando salí del coma quise solicitar que me dieran a la bebé pero tantos días en terapia intensiva con el tubo insertado en la garganta me habían dejado sin poder articular una sola palabra. En un momento de lucidez, pude hacer, delante de una de
las enfermeras de la noche, el gesto de acunar a un niño. Sin más trámite, la chica corrió al cunero y me depositó a la bebé entre los brazos. Un sacudimiento, como quizá se siente un rayo cayendo en la coronilla, me sacó del marasmo donde me hallaba, tal vez porque mi alma andaba todavía vagabundeando por ahí. Con tristeza los confieso: no pude establecer
con la bebé una relación inmediata, un contacto profundo. Al contario, al ver sus ojos desprovistos de cejas y pestañas, el lanugo casi cubriéndola de una coloración blancuzca, me pareció demasiado frágil para que yo la manejara. Y cuando la enfermera se la llevó de vuelta al cunero me dieron ganas de llorar por todas esas horas de labor agónica de parto, por la experiencia de muerte, por la posibilidad de no estar ahí para cuidar a mi chiquita.

Mi esposo no estuvo presente sino para firmar la responsiva por los procedimientos de resucitación que me aplicaron. El muy cobarde se escabulló cuando le dijeron que podía pasar a presenciar, en vivo y a todo color, el momento del magno evento. No aceptó, como
si hubiera esperado la catástrofe. Se escabulló a la cafetería y ahí estuvo sentado tomando café con manos temblorosas, según me dijo la misma enfermera compasiva, considerando mi situación como anómala: nunca había visto un caso como el mío, en el que un bebé de un tamaño mínimo se hubiese demorado casi 10 meses en nacer, pusiera a su madre en coma por la masiva pérdida de sangre, y al final resultara una ratoncita muy viva del color de los camarones hervidos y llena de un pelillo que la hacía parecer albina.

Antonio se fue apareciendo cuando me trajeron a la niña por primera vez. La había conocido de lejos en los cuneros, pero ahora la veía en mis brazos, succionando muy contenta, para sorpresa de todos, su primera leche materna. Su carita pasó muy pronto
–o eso me dijeron las enfermeras– del rojo escarlata al mero tono sonrosado de un bebé normal. Lo más sorprendente era el color azul níveo (si se puede llamar así) de sus ojos color azul-gris claro que por momentos parecían avivar su intensidad hasta el punto de parecer cobalto.

Mi madre me decía que los ojos de la suya eran así: azul aguamarina, primorosos. Yo no la conocí, sólo vi fotos suyas retocadas por los fotógrafos de su época, y siempre pensé que habían exagerado en el color. Pero al ver a la niñita pensé que, con el tiempo, se acabaría
pareciendo a esa abuela, una mujer rubia y pequeñita que se casó con un hombre de casi 2 metros. Un veracruzano que se la llevó a lo más intrincado de la selva para fundar un emporio de tabaco y que murió de tuberculosis por estar metido en la humedad del proceso
de producción de puros, desde la cosecha y secado del tabaco, hasta su etiquetado, envoltura y almacenamiento para enviarlos después a sus destinos. Largas temporadas durante las cuales se encerraba con los pureros en el lugar más inhóspito de la hacienda donde el relente espeso era un vapor de agua corrompida. Nunca trató mal a esos empleados trashumantes, pero las condiciones de vida que les ofrecía en esos meses resultaban pésimas para los pulmones. Con mucha frecuencia contraían enfermedades respiratorias. La vacunas no llegaban hasta allá. Durante una epidemia alguien trajo la bacteria de la tuberculosis y el abuelo murió, dejando a la abuela con el problemón de una
hacienda que nunca se testó y la cual finalmente le fue arrebatada por los caporales con la ayuda de abogados trinqueteros.

Mi abuela se alzó de la cenizas para reconstruir su vida. Ella imbuyó su gran fuerza a las mujeres que vinieron a conformar su poderosa genealogía, entre ellas mi madre, aunque siempre pensé que me había saltado a mí. Pero al ver los ojos de mi hija entendí que ese legado se demoró hasta el momento en que yo otorgara la ofrenda roja de mi sangre a cambio del vigor y la fuerza necesarios para salvar la vida de aquella pequeña y la mía propia.

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