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martes, abril 23, 2024

La Amante Poblana 50

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Capítulo 50

Gotas sobre su cabeza

 

No podía llamarle resaca.  

No había bebido de más. Se desveló, sí, pero sin ninguna sustancia que le alterara el sistema nervioso. 

Manuel llegó a su casa acompañado de un sentimiento extraño. ¿Estaba feliz o deprimido? ¿Nervioso o dubitativo? 

Cruzó la sala y fue directo a bañarse, y mientras las gotas de la regadera le caían en la cabeza, recreaba las escenas de la noche anterior: el restaurante, el sexo en el baño, la detención de Fernando, la visita inesperada al MP y, por último, pasar la noche en la cama de su clienta.  

¿Qué significaba Anais para él? 

En su fuero interno reconocía una fascinación: atracción por lo absolutamente opuesto a lo que estaba acostumbrado.  

Esa mujer llegó para mover de su sitio las fichas de su tablero.  

Lo quería poner en jaque, y él lo notaba, lo sabía; de alguna u otra manera la estaba dejando ejecutar sus suertes.  

¿Qué quería él? 

En realidad, ni lo sabía. 

Su pasado era lo único cierto que poseía: una carrera exitosa, un matrimonio fallido y muchos romances de ocasión.  

No necesitaba más.  

Manuel estaba realmente a gusto (o aconchado) como estaba: disfrutando de su soledad y su tiempo, de poder trabajar como enfermo toda la semana y descansar igual, a sus anchas, sin tener que estar cumpliendo con una mujer.  

Las amantes, las novias, o como se les quiera decir, son criaturas exigentes; no tanto ni tan odiosas como las esposas, pero requieren ciertas atenciones.  

¿Estaba dispuesto a darle su tiempo?  

En lo que se enjabonaba y se quitaba el aroma del perfume de Anais, Manuel fantaseó con darse esa oportunidad.  

Realmente nunca se había rifado por una mujer que no hubiera sido su esposa, con quien se casó demasiado joven y no completamente convencido.  

¿Vivir sus últimos esbozos de juventud con esa potra insaciable? 

Ella representaba todo aquello que él repelía.  

¿Y si lo traicionaba? ¿Y si lo hiriera?  

Para Manuel, las mujeres eran figuras frágiles a quienes proteger.  

En cada uno de sus lances él siempre llevó la voz cantante.  

Encontraba, o mejor dicho, buscaba parejitas que no le representaran un reto; señoras sin aspiraciones que no lo eclipsaran; que estuvieran un escalafón debajo de él, intelectual y físicamente.  

Si se hubiera podido observar a sí mismo desde fuera, el tipo de relación que empezaba a surgir con Anais era completamente descabellada para sus estándares: una mujer asquerosamente libre, independiente, lista y sin complejos.  

Con un historial erótico escandaloso. 

Lo que él hubiera llamado semanas antes: una auténtica puta. 

Y el pueblo lo sabía. 

Su círculo, que era el mismo que el de ella, la tenía ubicada dentro del conjunto de las prontas, el tipo de mujer con el que todos quieren un revolcón, pero nadie se atrevería a llevar a una boda poblana.  

Aunque fuera especial, bella y mucho más inteligente que las demás: una impresentable.  

En eso pensaba mientras se bañaba antes de ir a encarar a la persona que más detestaba a Anais.  

Lupe tendría muchas historias (ciertas o falsas) para contarle sobre la mujer que le estaba acaparando peligrosamente la cabeza y la sangre.  

Se secó y se puso un traje azul con raya de gis.  

Se miró al espejo para peinarse y en un parpadeo se le vino la imagen de su amante acurrucada en su cuerpo como un gatito indefenso. Y un escalofrío le recorrió la piel. 

¿En qué se estaba metiendo por agradar a esa mujer? 

¿Necesitaba o no hacerse imprescindible para ella? 

Y una vez que lo fuera –porque sabía el método–, ¿podría permanecer ahí sin que ella saliera hecha pedazos?  

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