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viernes, abril 19, 2024

La Amante Poblana 25

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Capítulo 25

Huevos pal patrón

Doña Lupe Amaro tardó un mes en volver a poner un pie en la calle tras la muerte de su hijo. Durante ese mes se lo pasó empastillada, llorando todo el tiempo y peleando con su esposo.  La relación con don Fernando siempre había sido un drama constante en el que ella ganaba a como diera lugar.

A sus 68 años, Lupe era ya una madre que había enterrado a su hijo favorito. Ese golpe trajo como consecuencia que el carácter se le agriara aún más, ante todo con los miembros de su casa.

Peleaba continuamente con Reme, la muchacha que la auxiliaba desde hace 20 años y que fue como la segunda madre de sus hijos. Más bien fue ella, Reme, quien se encargó de criarlos, pues Lupe a sus treinta y a sus cuarenta llevaba una agitadísima vida social: estuvo metida en el patronato del Hospital del Niño, iba al libanés a hacer calistenia y se quedaba ahí dentro hasta medio día para desayunar huevos a la cazuela y chismosear; comía tres veces por semana en restaurantes con sus distintos grupos de señoras y ya por la tarde llegaba a casa tambaleándose por las altas dosis de vino que ingería.

Los niños entonces veían a su madre como una visita más. Una visita que llegaba no en plan amigable, sino más bien dispuesta a dar de gritos, regañar a Reme y ponerlos a ellos a hacerle masaje para luego enviarlos a dormir temprano.

Por otro lado, lo que contaba Lupe por fuera era lo contrario: a sus primas y amigas más cercanas les narraba historias maravillosas de la madre ideal, dedicada de lleno a los chicos pese a todas sus actividades externas, de las cuales, por supuesto, no obtenía un solo centavo.

Fernando en cambio trataba por todos los medios de estar atento de los muchachos, específicamente en la adolescencia. Si bien estuvo metido en muchos negocios que le robaban gran parte del día, nunca faltó a la hora de la cena, sin embargo, a esas cenas sólo asistían los hijos y Reme porque Lupe a esa hora ya yacía como una azucena desmayada en su recamara, o bien tapada de Tafiles o bien empezando a sentir la cruda de los vinos que se tomaba en las comilonas y en las jugadas de baraja, que año tras año se fueron haciendo más constantes.

 

Para cuando se dio cuenta, Lupe despertó de una resaca permanente y su primogénito estaba muerto y el tiempo no se lo regresaría jamás. Tenía que buscar culpables para su pena: esa era Anais. Y debía, también, encontrar a alguien que le ayudara a cargar la cruz de sus tribulaciones; ese era su marido.

 

–Lupe, qué bueno que ya te levantaste. Ven, le dije a Reme que prepara huevos de cazuela. Hay Zatar nuevo. ¿Ya vas a salir?

–No quiero huevos, Fernando. ¿Crees que tengo ánimos de sentarme contigo a desayunar como si nada hubiera pasado? Que se los coma Reme o dénselo al mozo. Sí, ya me levanté, pero mi alma sigue ahí, echada en esa cama. Me quitaron todo, ¿no lo entiendes? Yo no sé si tú estás hecho de palo o qué demonios de pasa; te veo entrar y salir tan campante…

–A ver, gorda, no puedes ir por la vida exigiendo que todos sinteticen el dolor igual que tú, créeme que estoy destruido, pero desgraciadamente, para nosotros, todavía la vida sigue. Qué más quisiera yo poder cambiarle el lugar a nuestro hijo. No se puede. Y lo de salir… ¡pues tengo qué! A mi edad ya debería estar jugando golf y echado frente a la tele todo el día, pero tengo que trabajar. Esta casa que insistes en mantener no se paga sola. Debes regresar a tus actividades, mamá.

 

Lupe se sentó en la mesa que estaba depuesta en la terraza de esa casa enorme y setentera que Fernando había construido para su familia en Las Fuentes.

El fulgor del verde del campo de golf le hería los ojos. Se puso unos lentes gigantes estilo Jackie Onassis y solamente sorbió un poco de su café.

 

–Ya sé que no te gusta que te diga esto, gorda, pero, ¿no te estás excediendo en el consumo de somníferos? Tomas pastillas para dormir y para despertar. No puedes seguir así. Le dije a Vargas que deje de surtirte esas recetas. Ese medicucho que tanto amas es tu peor enemigo. No sé, tal vez debas probar una terapia con algún tanatólogo o yo qué sé. Pero bueno… ya te paraste de la cama y eso es un avance. ¿Qué harás? ¿Vas al libanés?

–¡Cómo chingados crees que voy a ir al libanés con esta cara! Crees que estoy en condiciones, que tengo fuerzas para irme a meter al turco mientras esa bola de metiches empieza a darme consejos sobre cómo superar una pérdida así. ¡Mataron a nuestro hijo, Fernando! Lo a-se-si-na-ron. Y los de la fiscalía no ha hecho un carajo por lo que sé. Reme me dijo que no ha entrado una sola llamada de la gente que debería estar investigando.

–Tranquilízate, gorda. Es desesperante la situación, pero se tendrá que aclarar, aunque déjame decirte que, pase lo que pase, caigan o no los asesinos, Fernando no va a volver y debes asumirlo.

–¡Joder, eres un plomo! Siempre fuiste una maquinita, tan pragmático con esa cara de vela apagada, inmutable. No, no. Me levanté porque tengo cita con el abogado, eso sí que me interesa. Voy a ver cómo recuperar las cosas de Fernandito y a obligar a ese pazguato a que saque a la golfa esa de la casa de mi hijo. Y sí, después del abogado voy a caerle a Anais. Que no piense que porque contrató al perro de Senderos nos va a amedrentar. ¿Cómo le irá a pagar cuando pierda? Seguro a revolcones, como acostumbra.

–Ahí vas a pelear con quien no debes. ¿Por qué odias tanto a esa muchacha?, digo, está bien que no compartan ningún interés, pero en realidad nunca te ha hecho nada y yo siempre vi que llevaba una buena relación con Fernando. Él jamás se quejó

–¡Carajo, Fernando! ¿Eres o te haces? Es increíble. Una vela, un sirio sin usar, un palo de escoba bien hecho… llevamos años oyendo toda clases de bajezas sobre esa tipa. ¿No me digas que no te llegan los chismes en el club? Es una prostituta, una degenerada que quién sabe qué le daba a Fernando para que le aguantara todas sus putarracadas. En diez años que estuvieron juntos esa “buena muchacha” como insistes en llamarla, me arrancó a mi hijo, me lo transformó, lo puso en mi contra. Esas costeñas son de muy mala fama, son brujas, se valen de su vulgaridad innata para amarrar a sus hombres. Acuérdate de la zorra mayor, de Narda. Sabes perfectamente de lo que hablo, si te traía como imbécil. Nunca te voy a perdonar esa humillación, me aventaste a la lona. Eso mismo pasó con nuestro hijo. Como dicen las de pueblito: Anais lo enverijó o yo qué sé.

–No voy a discutir cosas viejas. Me has echado en cara por años lo de Narda. Ya basta, Lupe, he pagado a réditos exponenciales ese desliz. Ya para. Sólo has albergado rencor, me has puesto en ridículo en todas las mesas. He pasado por un hijo de puta cuando sabes perfectamente que no lo soy. Aprovecha este dolor para perdonar. Ve con el padre Ponce para que te ayude a desenmarañar tus fantasmas. Es el pasado, ya se fue. Ya te lo cobraste con creces, mujer.

–A mí no me vas a decir cómo debo llevar mi luto. Tú eres parte de esta condena. Eres tan pusilánime, tan tibio. Te alías al enemigo. Ahora resulta que Anais es una víctima, cuando fuiste el primero en pedirle a tu hijo que esperara para casarse. ¡Qué también te cierra el ojo esa lagartona! No me sorprendería, si es íntima amiga…  ¡es la sucesora de la perversión de Narda Velázquez! Si hasta empiezo a creer que esta es peor, viene recargada en mañas, porque se ha exhibido en restaurantes con sus amantes, ha puesto el nombre de Fernando en el lodo. Pero se acabó, la voy a dejar en la calle. Esa será la forma de reivindicar la memoria de mi hijo. Si no me levanta el amor por la vida, me levanta la afrenta, la sed de venganza. Y ni te metas. Y ni le hables al padre Ponce que ese también es un alcahuete de las rameras. Ah, y ni se te ocurra meterte con Vargas; es mi médico y yo le pago, ¡y yo me dopo cuando –y cuanto– se me pegue la gana!, ¿estamos?

 

Fernando se quedó mirando al vacío. Hundido en la humillación. Pensando que, una vez más, su mujer iba a salirse con la suya. Era más fuerte que él, lo dominó desde el día uno y él permitió que se le trepara a las barbas.

Reme se acercó a la mesa y le retiró los huevos que ya estaba fríos dentro de la cazuela.

Lupe se levantó violentamente de la silla, se acomodó la bata y le tronó los dedos a Reme.

 

–Remedios, dile a don Ruperto que esté listo con el coche. Voy a salir.

–¿Y qué hago con los huevos, señora?

–Dáselos al perro. O no, mejor méteselos en la trusa a tu patrón, que buena falta le hacen.

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