La planta sagrada de los Wixárikas y la destrucción de su mundo
Mario de la Piedra Walter
En la hora azul, el viento silva entre las colinas y arrastra el murmullo de montañas que se arremolina en el centro de un círculo marcado con piedras. En las pantorrillas de los wixariti se astillan los más de 400 km andados, mientras el kitsuri blanco y bordado contrasta con la vegetación semidesértica que se extiende más allá del Cerro del Quemado. Todos miran al cielo y saludan a Tayeupa, el padre Sol, que en el horizonte prepara la batalla contra la noche. Están en el centro del universo, el lugar donde comenzó el mundo.
Donde los dioses y los espíritus ancestrales habitan cada piedra, cada ojo de agua y cada planta. Los wixariti mastican los hi’ikuri, las cabezas de Peyote que recogieron en el desierto durante el peregrinaje, mientras encienden el fuego. Saludan a Tatewarí, el abuelo fuego, y agradecen a las deidades la buena cosecha: a Nakawé, la madre agua y madre de todos los dioses; a Yurienaka, la madre tierra; a Otwanka que les ha dado el maíz.
Colocan las últimas ofrendas antes de emprender el largo camino de vuelta, con la canasta de junco rebosando del amargo Hi’ikuri para aquellos en casa que no pudieron realizar el viaje. Si tienen suerte, el próximo año regresarán a Wirikuta si no ha desaparecido, si otros dioses -para ellos ajenos- no le han vaciado las entrañas.
El consumo de sustancias psicoactivas es tan antiguo como el humano mismo. Existe evidencia de rituales con plantas, hongos y hasta animales hace más de 10,000 años. Esculturas en forma de hongo y pequeños centros ceremoniales se han encontrado en todo Norteamérica, revelando el culto a sus efectos alucinógenos entre distintas culturas. En náhuatl, por ejemplo, los hongos con propiedades psicoactivas son conocidos como teonanácatl, la carne de los dioses.
Hoy en día, el consumo de plantas alucinógenas continúa siendo central en la cosmogonía de distintas culturas. Una de las más extendidas es la cultura wixárika, mal llamada huichol. Los wixariti (wixárika en plural) constituyen un grupo de comunidades que se distribuye por la Sierra Madre Occidental a través de los estados como Jalisco, Zacatecas, Nayarit y Durango.
En el desierto de San Luis, cerca del pueblo minero Real de Catorce, se localiza Wirikuta, uno de sus lugares sagrados. En sus alrededores, crece un cactus endémico, el cactus del Peyote (Hi’ikuri en lengua Wixárika), que contiene un alcaloide psicodélico conocido como mescalina.
Por sus efectos, es utilizado tanto en ceremonias como en la vida cotidiana para comunicarse con los dioses, con fines medicinales o para crear lazos espirituales con la naturaleza. El hi’ikuri es uno de los instrumentos del Niérika, una herramienta ritual para conocer el estado oculto de las cosas (Niérika significa “don de ver”) y que forma parte de una cosmovisión que entrelaza todos los objetos del universo.
En su lengua natal, wixárika se traduce como “persona de corazón profundo que ama el conocimiento”. Es este amor al conocimiento de ellos mismos y de todo lo que les rodea lo que constituye su esencia.
El término psicodélico fue acuñado por el psiquiatra británico Humphrey Osmond a fines de los cincuenta para describir los efectos de sustancias que producen cambios en la percepción, el estado de ánimo y el pensamiento sin afectar la memoria o las habilidades cognitivas.
Proviene del griego psyche (mente o alma) y delos (manifiesto) y hace referencia, al igual que el Niérika, a lo que revela o manifiesta la mente. La mescalina, sustancia psicoactiva del Peyote fue identificada por Arthur Heffter en 1897 y sintetizada por Ernst Späth en 1918. Sin embargo, no sería hasta que Arthur Hoffman descubriera por accidente los efectos de la dietilamida de ácido lisérgico (LSD) que el estudio científico de los psicodélicos, junto con una revolución sociocultural, se puso en marcha.
Es conocido que el soma, la sustancia ficticia que al ser ingerida causa una sensación “eufórica, narcótica y agradablemente alucinante” en la novela distópica por excelencia, Un mundo feliz (1932) de Aldous Huxley, está basada en sus experiencias con psicodélicos. Desde entonces movimientos antibélicos, movimientos a favor de los derechos humanos, obras de arte, trabajos científicos y alternativas a tratamientos psiquiátricos han emergido como fractales.
Los psicodélicos son un grupo heterogéneo de sustancias difícil de clasificar ya que varían tanto en su estructura como en su mecanismo de acción. Principalmente se dividen en dos grupos: los alucinógenos clásicos y los no clásicos. El primer grupo lo componen la psilocibina (hongos alucinógenos), DMT (Ayahuasca), mescalina (Peyote), MDMA (éxtasis o tachas), dietilamida de ácido lisérgico (LSD), entre otros. Por otro lado, los alucinógenos no clásicos son representados en su mayoría por la Ketamina (un poderoso anestésico utilizado en cirugías).
Ya sea a través de la interacción con los receptores de serotonina o de NMDA en el cerebro, ambos grupos conllevan a un aumento de glutamato, el principal neurotransmisor excitatorio del sistema nervioso central, en la región prefrontal del cerebro. Esta región, evolutivamente más reciente, media los procesos cognitivos complejos que consideramos inherentemente humanos: la toma de decisiones, juicios morales, control de impulsos, muestras de personalidad y el comportamiento social.
La corteza prefrontal medial (mPFC) forma una red con otras áreas del cerebro a la que se le conoce como red neuronal por defecto (RND). Se cree que esta red es responsable de procesos meta-cognoscitivos, es decir, de la reflexión sobre uno mismo. Su funcionamiento correcto parece estabilizar y limitar nuestra experiencia consciente. Los psicodélicos disrumpen esta red, permitiendo patrones distintos de actividad cerebral.
Además, estudios indican que facilitan la expresión de proteínas conocida como factores de crecimiento que controlan la capacidad regenerativa de las conexiones neuronales (plasticidad cerebral), permitiendo nuevas sinapsis y por ende nuevas asociaciones.
Entre los efectos de los psicodélicos destacan las alucinaciones visuales (que incluyen patrones geométricos), cambios en la percepción del color, disolución del ego, experiencia extracorporal, sentido de comunión con la naturaleza y experiencias místicas. Apenas en el 2019 un trabajo reveló que el consumo de psicodélicos se asocia a un mayor sentido de conexión con la naturaleza y promueve conductas ecologistas.
Un estudio poblacional de más de 21,000 participantes reportó un efecto psicológico positivo en aquellos que habían ingerido una sustancia psicoactiva aún 25 años después de su consumo. El mismo estudio descartó una asociación entre el uso de psicodélicos y el aumento de enfermedades mentales.
Actualmente, el uso de psicodélicos en el tratamiento coadyuvante de enfermedades psiquiátricas como la depresión severa o el trastorno obsesivo compulsivo está aprobado en muchos países del mundo. Hay que recalcar que las sustancias psicodélicas no están exentas de efectos adversos como ataques de pánico, comportamiento peligroso, exacerbación de síntomas psiquiátricos (riesgo de brotes psicóticos en personas con esquizofrenia) y adicción.
Se recomienda evitar su consumo aún en individuos sanos con antecedentes de enfermedades psiquiátricas en la familia. Sólo en un escenario adecuado, administradas bajo supervisión y en dosis adecuadas, mantienen un perfil seguro.
Paradójicamente, el creciente interés por las sustancias psicoactivas y la mayor tolerancia por parte de la sociedad ha impulsado el consumo recreativo de plantas que eran consideradas sagradas y amenazan el ecosistema. A nivel internacional, el consumo del Peyote con el afán de tener una experiencia mística ha generado una industria que pone en peligro no sólo las prácticas originarias sino la existencia de toda la comunidad wixárika.
La demanda ha superado por mucho la oferta del Peyote, que está limitada por la endemicidad de la planta y su lenta maduración. Las dinámicas del turismo crean además una economía dependiente en el capital extranjero y desgarra la economía local.
Todo esto contribuye a la pérdida de tradiciones ancestrales y tiene un coste ecológico altísimo. Por si no fuera poco, las prácticas mineras amenazan con devastar la zona y a sus habitantes. La multinacional First Majestic Silver Corp, de origen canadiense, recibió concesiones por parte de la Secretaría de Economía en la reserva de Wirikuta, oficialmente un área natural protegida, de las cuáles 22 están en el área sagrada de los wixariti.
Esto no solo amenaza a las poblaciones originarias, a las que nadie tiene el derecho de expulsar, sino que también muchas especies de plantas y animales endémicas y en peligro de extinción como el águila real. Desgraciadamente, esto no es novedad para la cultura wixárika. Las zonas sagradas en Hará Mara (San Blas, Nayarit) fueron en el pasado concesionadas a empresas turísticas. Sitios sagrados fueron inundados por presas como La Yesca y El Cajón y un proyecto carretero en Jalisco sepultó el sitio sagrado Paso del Oso.
Como sociedad, tenemos responsabilidad sobre la explotación de nuestros recursos naturales y le debemos absoluto respeto a las comunidades originarias que componen el mosaico del lugar donde vivimos. Somos nosotros los que debemos recuperar “el don de ver” más allá de lo aparente, replantear nuestra relación con la naturaleza y escuchar al otro, “de corazón profundo y que ama el conocimiento”.
Referencias
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- Luz, C. Wixárika, un pueblo en comunicación. Secretaría de Educación Pública. Grupo Gráfico Editorial. 1° ed. 2014.
- Huxley, A. Un mundo feliz. 3° ed. Grupo Editorial Tauro, 1978
- Vollenweider, F., Kometer, M., The neurobiology of psychedelic drugs: implications for the treatment of mood disorders. Nature Reviews Neuroscience 11, 624-651(2010)
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