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martes, octubre 15, 2024

Homo sum: El cerebro del último ancestro en común

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Mario de la Piedra Walter 

 

Si el hombre primitivo, cuando poseía pocas artes rudimentarias, 

y cuando su poder de lenguaje era extremadamente imperfecto, 

habría merecido ser llamado ‘hombre’, debe depender de la definición que empleemos. 

Charles Darwin, El origen del hombre 

 

En los jardines de Academo, fuera de los muros de Atenas, los alumnos descansan a la sombra de un árbol de olivos. Colocan sobre el suelo las tablillas de cera y los estiletes, con el riesgo de que el sol borre las figuras geométricas que tantas horas de la mañana les han costado. Se arremolinan alrededor de un hombre de espalda ancha y barba densa como una tormenta invernal. El gran Platón está por comenzar su clase de retórica, uno de los caminos hacia el “logos”. Con cierta malicia, uno de los estudiantes lanza la pregunta sobre qué es un hombre.  

Platón, que tantas veces ha escapado de las trampas dialécticas, lo resume con maestría: “el hombre es un bípedo implume.” Los alumnos sonríen y se miran satisfechos; mientras que la mayoría de los filósofos se atascan en el pantano de la metafísica, el maestro ha encontrado la verdad en la economía del lenguaje. Pero el hechizo se rompe cuando Diógenes, el pensador cínico que deambula por un huerto cercano, interrumpe la lección arrojando un pollo desplumado en el centro del círculo: “¡He aquí el hombre de Platón!”. 

Pese a que Platón añadiría “y con uñas planas”, es evidente que su definición es insuficiente para describirnos. Desde que el ser humano reflexiona sobre el mundo, ha intentado encontrar esa característica esencial que nos diferencie de los demás animales. Desde la metafísica antigua, pasando por la teología de la edad media hasta la biología de la modernidad, el dictamen final sobre lo que somos parece siempre eludirnos.  

Muchas son las ramas de la ciencia que han aportado piezas al mosaico: la sociología, la lingüística, la antropología y la biología comparada. En las últimas décadas, una ciencia en pleno florecimiento se ha resuelto a aportar su grano de arena: la neurociencia evolutiva. 

Nuestra capacidad tecnológica, la introspección y nuestra habilidad para crear y manipular símbolos es, comparado con otras especies, extraordinaria.  Poseemos comportamientos profundamente únicos, como la música, el arte, el lenguaje y nuestro gusto por la ornamentación.  

Tendemos a referirnos a nosotros mismos con cualidades casi míticas, como poseedores de un don divino, pero a la luz de la ciencia no existe estructura completamente novedosa, al menos en el cerebro, que nos separe del resto. La familia Hominidae o de los “grandes primates” se subdividió hace unos 10 millones de años en dos subfamilias: la Gorillini, que hoy contiene dos especies de gorilas, y la Hominini. Esta última se ramificó en dos géneros hace 4 a 8 millones de años en el género Pan, del cual sobreviven los chimpancés y los bonobos, y Homo, del cual quedamos sólo nosotros. Es decir, compartimos el 99% de nuestra secuencia de ADN con los chimpancés, nuestros parientes más cercanos, aunque ese 1% resulte en otro universo. 

Trazar el momento exacto de esta separación ha sido una obsesión desde que la teoría de la evolución fue plenamente aceptada. Antropólogos y científicos, incluido en su momento al mismo Charles Darwin, se han dado a la tarea de encontrar los componentes biológicos que nos definan como seres humanos.  

A pesar de que muchas adaptaciones de la evolución humana son observables en fósiles, como la transición al bipedalismo, resulta casi imposible delimitar lo que nos hace únicos en pensamiento. Después de todo, el tejido blando de las estructuras que componen al cerebro no se fosiliza, por lo que es difícil trazar correlaciones entre ellas y nuestra evolución cognitiva.  

Se han descrito algunos rasgos específicos en diferentes niveles de organización cerebral, que incluye el tamaño del cerebro, el tamaño relativo del neocórtex, la asimetría, la distribución histológica y la expresión de genes; pero es más lo que nos acerca a nuestros parientes que lo que nos separa. 

 

Cerebro en común 

El cerebro humano posee una dominancia hemisférica para el lenguaje, en especial en individuos diestros. Durante mucho tiempo se pensó que esta lateralización era exclusivamente humana y un requisito para expresar comportamientos complejos. Hoy sabemos que muchas de las áreas corticales asociadas con el lenguaje en humanos tienen correlaciones anatómicas en otros grandes primates.  

Específicamente la asimetría del plano temporal, el área de Wernicke en humanos para la comprensión del lenguaje, que compartimos con los chimpancés, bonobos, gorilas y orangutanes. De manera similar, el surco de la corteza frontal inferior, el área de Broca en humanos para la producción del lenguaje, exhibe dominancia asimétrica en tamaño y longitud en todos los grandes primates. 

La corteza prefrontal, el área del cerebro involucrada en procesos cognitivos complejos como la toma de decisiones, la planeación, la memoria de trabajo y el control de las emociones, es desproporcionadamente grande en los homínidos y ocupa hasta el 36% del volumen del neocórtex (la estructura evolutiva más reciente en el cerebro).  

Aunque mayor en comparación a los otros primates, esta relación no se aleja mucho de otras especies “menores” como los macacos (31%), monos capuchinos (31%) y gibones (29%). El hemisferio lateral del cerebelo, que participa en funciones como la planeación de tareas motoras complejas, la discriminación sensorial, el desplazamiento de la atención y la memoria procedimental, también es desproporcionadamente mayor en los hominoides; lo que impulsa el refinamiento de las actividades psicomotoras y favorece procesos cognitivos más elevados.  

El núcleo facial, de donde emerge el nervio que inerva los músculos de la cara y posibilita las expresiones faciales, es más grande y contiene un mayor número de neuronas tanto en humanos como en otros grandes primates en comparación con primates no-homínidos del mismo tamaño.  

A nivel microscópico, un tipo de neurona se ha especializado en los grandes primates: la neurona de von Economo. También conocida como neurona de huso, es un tipo de célula cerebral, con un soma fusiforme, que se estrecha gradualmente en un axón apical y contiene una sola dendrita en el polo opuesto.  

Es decir, a diferencia de otras neuronas que tienden a contener hasta miles de dendritas, esta neurona se especializa en llevar señales a través de áreas amplias en el cerebro de manera rápida y eficiente. Es común encontrarla en la circunvolución del cíngulo anterior, la ínsula y la corteza prefrontal, por lo que, se cree, juega un papel fundamental en los procesos cognitivos complejos y que han permitido la formación de redes sociales complejas.  

En las últimas décadas se han identificado estas neuronas en otros mamíferos, como los delfines, las ballenas y elefantes asiáticos; posiblemente evolucionaron por separado (convergencia evolutiva), lo que respalda la hipótesis sobre su rol en las especies con cerebros grandes y organización social compleja. 

A nivel de neurotransmisores, las moléculas que permiten la comunicación entre neuronas son variaciones poligénicas que nos unen a nuestros parientes más cercanos. Por ejemplo, tanto en humanos como chimpancés existen acumulaciones de “neuronas varicosas”, las cuales acumulan y liberan serotonina, dopamina y acetilcolina en el neocórtex; mas no en otras especies.  

Esto sugiere una mayor plasticidad y capacidad de reorganización sináptica, lo que se traduce en flexibilidad cognitiva. También existen modificaciones en genes como el GLUD2, únicas entre los grandes primates, que regulan el metabolismo del glutamato y permiten niveles elevados de neurotransmisión. 

Todas estas adaptaciones han desembocado en una variedad de comportamientos asombrosa, que parecen inherentes a nuestra pequeña familia. Solo los grandes primates, por ejemplo, poseen comportamientos como gestos y manipulación de objetos que sean exclusivos de un grupo social, que persistan de generación en generación, y que se transmitan a través de la imitación: las tradiciones.  

En algunos chimpancés, por ejemplo, se han descrito hasta 39 tipos de tradiciones diferentes, desde el uso de herramientas, formas de acicalamiento, hasta prácticas sexuales. Ninguna especie en el reino animal, fuera de la familia de los grandes primates, ha mostrado más de un par de variantes del comportamiento entre sus grupos de individuos, como el canto de algunas aves o ballenas.  

Otra característica de los primates es su sensibilidad a la mirada de otros. Determinar la dirección precisa donde otro individuo enfoca su atención puede otorgarnos información acerca de peligros o fuentes de comida. Más aún, los chimpancés parecen ser los únicos primates capaces de determinar la dirección de la mirada humana.   

Pese a que muchas especies de animales, como pájaros, roedores y primates, han evidenciado ciertas nociones numéricas, solo en chimpancés, gorilas y seres humanos se ha podido comprobar un sistema no-verbal para sumar y restar cantidades. Por ejemplo, un estudio demostró que las patrullas de chimpancés comparan el número de vocalizaciones producidas por chimpancés rivales con el número de individuos en el grupo, retrocediendo si el número de vocalizaciones excede a los de su grupo.  

En el plano afectivo y de temperamento, los grandes primates tienen una mayor capacidad de aplazar recompensas y se muestran más tolerantes ante otros individuos, lo que habla de habilidades sociales y cognitivas más sofisticadas que les permite formar redes sociales complejas. Este control inhibitorio, una función ejecutiva mediada por la corteza prefrontal, facilita el enfoque de la atención, así como el aprendizaje y la memoria. 

Son muchas las similitudes neurocognitivas que nos hermanan con el resto de los primates, con los que compartimos entre 60 y 90 millones de años de historia evolutiva. En algún punto de esta historia, una de las ramas evolutivas desembocó en el género Homini, que se diversificó en un sinnúmero de especies como el Australopithecus, Homo erectus, Homoc habilis, Homo neanderthalensis y nosotros, el Homo sapiens.  

Por consiguiente, resulta lógico pensar que todas las características mencionadas se anidaban en el cerebro de nuestro último ancestro en común. Desde los tiempos de Platón, hemos anhelado definirnos a nosotros mismos. Encontrar los puntos que nos unen al resto del árbol es parte de la tarea, pero para saber qué hojas de nuestra rama son únicas habrá que esperar la siguiente entrega. 

Bibliografía: 

Sherwood, C. Subiaul F, Zawidzki T (2008) “A natural history of the human mind: tracing evolutionary changes in brain and cognition”. Review. Journ. Anat. 2012: 426-454 

Kimbel W, Villmoare B. (2015) “From Australopithecus to Homo: the transition that wasn´t”.  

Phil. Trans. Ro. Soc. B. 371: 20150248. 

 

 

*Mario de la Piedra Walter  

Médico por la Universidad La Salle y neurocientífico por la Universidad de Bremen. En la actualidad cursa su residencia de neurología en Berlín, Alemania. 

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