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viernes, abril 19, 2024

Ayer fue Bloomsday

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No iremos a Dublín este año, se lamentó el periodista Juan Pablo Vergara. 

Uno, dos, tres, cuatro, otro año más sin festejar el Bloomsday; sin recordar a la atrevida Sylvia Beach, la editora parisina que publicó el manuscrito. 

¿No fue Beckett el que siguió los pasos de Joyce?  

Ese sacramento aparece, a veces, cada 100 años. 

Entretanto, hay que seguir leyendo a los clásicos.  

 *** 

Vergara se asomó desde el ventanal de su oficina. La ciudad se aparecía con sus torres de geometría caprichosa. Edificios tortuosos, lapidarios, de cristal reluciente.  

Vergara dejó por unos instantes la crónica que estaba escribiendo.  

Era una crónica sobre las tribulaciones de una joven política en su danza Mata-Hari contra el poder.  

La crónica ya lo había adormecido un poco.  

Le parecía que en esa baticiudad ya lo había dicho todo. Que había dejado de ser un relámpago para volverse una canción retozona y apeluchada de José-José.  

Vergara retomó el periódico que ocasionalmente leía. Era el periódico donde, relataba el periodista, sólo habían quedado las plumas bic, y no las MontBlanc.  

La efectividad de la marcha marinista fue más psicológica que mediática. Demostró cómo el poder es una ficción del ego que requiere las imágenes del priismo en la calle coreando porras al gobernador para resistir —insisto, al menos en el plano psicológico— a las cadenas de televisión nacional; y de cómo el priismo de base sólo existe en la medida en que es el fruto de la pasión por el poder. 

Leyó el párrafo con cierto desdén. Encontró en esas callejuelas de adjetivos, algunas trampas retóricas. 

“Joyería de fantasía”, leyó entre líneas.  

** 

Pablo Vergara quería recorrer, por lo menos, O´Conell Street. 

Está bien airearse un poco. Está bien salir de la trinchera de la ciudad; abandonar la rutina periodística. 

Está bien cantar la muerte de los periódicos. El deceso de los periódicos de papel impreso. Esos periódicos impresos que pendían de los puestos de periódicos en las esquinas y que ahora habían sido deglutidos por las redes sociales.  

Pero eso había que cantarlo desde algún lugar lleno de historia.  

No era una endecha por los diarios impresos.  

Los había leído todos o casi todos.  

Había leído lo mismo Il corriere de la serra, que el Frankfurter Allgemeine Zeitung. 

Prendió la televisión.  

Ahí aparecía la señal.  

Era como una señal política.  

Dame una señal. Jingle de Roberto Jordan. 

Solo dame una señal chiquita, ¡oh! 

Mijita, que sepa que te gusto ¡oh! si 

Y sólo dame una señal chiquita ¡oh! mi vida 

Que tú también me amas así 

Más allá de eso. Era una señal, como el oleaje brusco que en la playa te derrumba mientras estás ensimismado con las fantasías de una vida buena a la orilla del mar y de repente el oleaje te avienta recio.  

Una señal metafísica. Una señal casi jungiana.  

*** 

En la literatura del Ulises podemos encontrar un mapa del cosmos.  

Había que atravesar el mundo para vencer el espantoso nacionalismo irlandés, y alejarse de la literatura inglesa. Todo eso en medio de una guerra mundial.  

** 

Vergara admiraba a los escritores que habían sido periodistas o que se habían fraguado en el hígado de las salas de redacción. Vergara todavía formaba parte de esa generación para la cual los bares o cantinas, por muy sofisticadas o al ras de piso que fueran, eran la continuación de la sala de redacción.  

Una sala de redacción adrenalínica en la que se discutía de todo y por todo. En la que se hablaba fuerte y recio, y no quedaba ningún tema en la penumbra.  

En esa sala de redacción que se enorgullecía de sus notas de ocho. 

** 

Quería subir a la Torre Martello y corear las palabras que el rollizo Buck Mulligan dirige cuando afila su navaja de afeitar. 

“Introibo ad altare dei” 

Esas palabras repletas de sabores de taberna y de fondas de comida casera.  

Esas palabras sudorosas que solamente se pueden pronunciar  

Emergía un gerofante desde el mar grisáceo y gélido.  

“¡Ya está la primera plana!” 

Escupió la frase. La disparó como si fuera un monumento antiguo atorado en la historia.  

Delicioso escupitajo.  

Era el escupitajo de una diosa, una flama detrás del cielo.  

Diez minutos. Diez minutos. Cinco minutos.  

“Entrega tu nota”.  

“No retrases la edición”. 

“Llevas la de ocho”. 

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