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sábado, abril 12, 2025

Un pueblo lodoso, con lluvia y poca luz (y mi madre andaba de parto)

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Mi madre estaba de parto el sábado 7 de abril, día de san Hegesipo, un escritor del siglo II que reporteó en la época del denominado cristianismo primitivo.

De haber nacido ese día, mi nombre hubiese sido Mario Hegesipo: Mario, por mi padre, y Hegesipo por el santo venerado el día de mi nacimiento.

Por fortuna nací un día que Dios veía futbol: el domingo 8 de abril, día de san Alberto.

Mi madre, pues, andaba de parto ese sábado 7 de abril en Huauchinango, Puebla, donde había más caballos y mulas que automóviles Ford.

El primer Ford llegó a principios del siglo XX.

Su dueño lo estacionó en las calles lodosas del centro histórico del pueblo y le tomó una fotografía.

En la misma se aprecia a un montón de mirones y dos o tres acémilas.

Hacía frío ese 7 de abril.

Llovía en medio de la neblina.

Los faroles se contaban con la mano.

Mala idea era ésa de andar de parto.

Mi madre y mi padre se trasladaron al consultorio del doctor Carlos Cuervo —en la lodosa calle de Corregidora— para ultimar detalles.

Y como no habría más remedio que hacer cesárea —pues dentro del vientre de mi madre venían dos bolsas—, el parto se programó para el domingo 8, poco antes del mediodía: la hora del futbol.

En ese tiempo ya existían el América, el Guadalajara, el Atlante, el Atlas, el Necaxa, El Oro, el Monterrey, el León, el Irapuato y un irrelevante y anodino Cuautla.

El León había alcanzado un mes antes su cuarto titulo y el legendario Marte se había ido a la segunda división.

El Atlas, que con el tiempo sería mi equipo favorito, había regresado en marzo a la primera división.

Ya brillaban en el terreno de juego “Chava” Reyes, el “Tubo” Gómez y la “Tota” Carbajal.

En el ámbito musical, Elvis Presley batía todos los récords de venta de discos junto con Little Richard, Fats Domino y Chuck Berry.

En el cine mexicano había tres estrellas: Pedro Infante, María Félix y Jorge Negrete.

A Huauchinango no había llegado la televisión.

Todo mundo escuchaba la radio en sus casas y en el trabajo.

(La XENG, la Voz de la Sierra y la Huasteca, estaba por nacer).

¿Qué escuchaba la gente?

El mismo menú que los personajes de la gran novela “Las Batallas en el Desierto”, de José Emilio Pacheco: Las aventuras de Carlos Lacroix, Tarzán, Los Niños Catedráticos, Panseco, El Doctor I.Q. y La Doctora Corazón desde su Clínica de Almas.

(“Paco Malgesto narraba las corridas de toros, Carlos Albert era el cronista de futbol, el Mago Septién trasmitía el beisbol”).

En 1956 se patentó el control remoto, se celebraron los Juegos Olímpicos de Melbourne, inició la aplicación de la vacuna contra la polio en México, se estableció el bachillerato único, se puso en marcha el servicio de Larga Distancia Automática entre México y Toluca, y se instaló la primera bomba de cobalto para combatir el cáncer.

Gobernaba el país un viejito que mataba la tarde jugando dominó: Adolfo Ruiz Cortines.

En Puebla, el gobernador era Rafael Ávila Camacho, quien estaba por dejarle el poder a un hombre que se iría en contra del avilacamachismo: Fausto M. Ortega.

La principal tienda de abarrotes de Huauchinango se llamaba “La Estrella”, y era atendida por un hombre adusto, calvo y callado que con el tiempo sería presidente municipal: Fausto Palomino Gazca.

Y en el Portal Juárez, doña Anita Sanén, don Chicre Pablo y don Felipe Farjat despachaban ropa, cobijas y artículos de mercería desde “La Barata”, “El Paje” y la “Casa Farjat”.

¿Quién era el presidente municipal en ese tiempo?

Si no recuerdo mal, don Alfonso Salas —casado con mi tía Amparito—, a quien los pobladores castigaron por su mala administración de la siguiente manera: lo desnudaron, lo llenaron de un pegamento denominado “cola” y le pusieron plumas encima.

Luego lo hicieron caminar, entre risas y burlas, hasta la salida del pueblo.

(Una bonita tradición que sería conveniente recuperar).

Ese sábado, mis padres se fueron a dormir a su departamento de la calle Guerrero con el sonido de la lluvia en los oídos.

Y con ese sonido despertaron.

No hubiera sido extraño que la enfermera que apoyaba al doctor Cuervo los hubiese recibido con “Amorcito Corazón” en su aparato de radio Philco (de bulbos).

Y que en ese ambiente nostálgico —y con la voz de Pedro Infante como música de fondo— haya empezado a preparar a mi joven madre —tenía 23 años— para la cesárea.

Lo demás fue vertiginoso:

En efecto, había dos bolsas dentro del vientre: en una venía yo (de cuatro kilos 600 gramos), y en la otra, varios litros de agua, mismos que al salir cayeron a la cama de parto.

Veo a la distancia a mi padre entrando a ver a mi madre hace 69 años (con la venia del doctor Cuervo), diciéndole —entre gritos y susurros—: “¡fue niño, Chata!”.

Y ella, fatigada, pero dueña de sí, soltando una sonrisa.

Embargados los dos de amor, ternura y emoción.

Plenos, jubilosos, al recibir al primero de sus hijos.

Y como telón de fondo, Ninón Sevilla cantando “La múcura está en el suelo, mamá no puedo con ella”, dentro de un modesto radio naranja marca Philco.

Yo no nací un día que Dios estaba enfermo, como el poeta César Vallejo.

El Dios que me tocó miraba algún partido de futbol a la hora en que salí del vientre materno en un pueblo lodoso de la Sierra Madre Oriental.

 

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