El poeta Octavio Paz definió la amistad como un amor sin alas.
Yo diría que los amigos, los verdaderos amigos, son versos libres que van y vienen por nuestra vida hasta convertirse en parte de nosotros.
Y aunque por temporadas dejemos de vernos, sabemos que están ahí, siempre, en los ganglios basales, la línea media de la frente, el precuneus y la unión temporoparietal a los lados de la nuca.
¿Cuándo conocí a Carlo Pini?
Primero fue a través de su prosa: una prosa limpia, discreta, libre de manierismos.
Una prosa rara —como son las buenas prosas— dentro del periodismo poblano.
Yo hacía en ese tiempo —1989, 1990— Cambio de la Sierra, un suplemento del diario Cambio asentado en Huauchinango.
Leer a Carlo fue una revelación.
Y saber que trabajaríamos juntos en SÍ-FM, gracias a la generosa e inolvidable invitación de Fernando Alberto Crisanto, fue para mí una inyección de adrenalina.
Carlo se incorporó como reportero del noticiero Hechos, del cual fui un apasionado y poco disciplinado productor.
Nos hicimos amigos.
Y esa amistad se forjó aún más en la inolvidable redacción de El Universal Puebla, a donde fui a dar gracias a otra generosa invitación: la de Rodolfo Ruiz.
Carlo era un periodista dotado de un extraordinario olfato, una prosa discreta y directa y un corazón enorme.
Le emocionaban las cosas sencillas y era adicto a los libros, la conversación y el cigarro.
Una vez me invitó a comer a la casa de sus papás una pasta brutal que hizo con sus propias manos.
Ahí conocí a Bruno, su hermano, y a su amorosa madre.
Tanto la amó Carlo que, ya instalado en la CDMX —en la poderosa sede de Grupo Imagen—, ella siempre estuvo en su pensamiento: en los ganglios basales, la línea media de la frente, el precuneus y la unión temporoparietal a los lados de la nuca.
Antes de eso, se enamoró, literalmente, del movimiento zapatista que detonó el subcomandante Marcos a partir del primer día de 1994.
Y no dudó en irse de corresponsal de Tribuna Radiofónica a la selva chiapaneca, igual que lo hizo en su momento el poeta y periodista Hermann Bellinghausen, quien me dejó una habitación con baño en una casona de Coyoacán ubicada en la calle Vicente García Torres, cerca de la plaza de la Conchita.
Hermann y Carlo se hicieron amigos en Chiapas y ambos estuvieron cerca, a su manera, del subcomandante Marcos.
Ambos también —igual que el periodista Jaime Avilés— fueron parte de los Monos Blancos: un ejército de paz creado a la sombra de los zapatistas.
Fueron años que lo marcaron.
Y, faltaba menos, ahí forjó su espíritu.
A su regreso, se fue a Grupo Imagen, previo paso por El Universal de Roberto Rock.
Desde un alto cargo directivo, Carlo siguió haciendo el gran periodismo al que nos tenía acostumbrados, y pronto empezó a ser el redactor de una columna emblemática de la casa Excélsior: Frentes Políticos.
Seguimos en contacto cada vez que venía a Puebla a visitar a su mamá.
Nunca olvidaré que después de una brutal comilona terminamos orinándonos en uno de los muros de El Sol de Puebla en un auténtico acto surrealista.
Eso ocurrió antes de su viaje a Chiapas, cuando juntos iniciamos La Quinta Columna en El Universal Puebla.
Todos los días nos reuníamos para escribirla a cuatro manos.
Debo decirlo: fue una época mágica de mi vida.
Podría seguir haciendo la biografía de Carlo —prometo perseverar en la tarea—, pero el espacio es limitado.
Sólo recrearé brevemente otro de sus logros periodísticos: la entrevista que le hizo al periodista y escritor italiano Roberto Saviano, autor de dos libros brutales: Gomorra y CeroCeroCero.
Tras la publicación del primero, en 2006, la mafia napolitana (la Camorra) tiene siempre en mente “hacerlo saltar por los aires junto a sus escoltas”.
Sobra decirlo: la cabeza de Saviano, como la de Salman Rushdie, tiene un elevado precio.
En esas circunstancias, Carlo entrevistó a Saviano años después en el sótano de un hotel de Nueva York.
La entrevista, absolutamente realizada en la clandestinidad de la madrugada, fue hecha en italiano, idioma con el que Carlo nació y creció gracias a su padre.
Termino.
Un día, sorpresivamente para sus compañeros de Grupo Imagen, renunció a su influyente cargo directivo, hizo maletas y regresó a la casa de su madre —por los rumbos de la colonia El Mirador—, donde lo recibieron dos perritos.
Sobre todo un bulldog francés, su consentido, llamado “Manolito”.
Hay que decir que poco antes había muerto su amada madre.
Ahí se fue a vivir Carlo hasta el final de su vida.
Varios años antes, la periodista Dulce Liz Moreno —doña Liz— me confió que Carlo estaba de regreso, y organizamos una comilona épica en la terraza del restaurante Azur, ubicado en ese tiempo en la plaza comercial Centro Mayor.
Carlo y yo nos volvimos a reunir cotidianamente.
Una vez me invitó a comer a su casa y cocinó su legendaria pasta italiana.
Bebimos vino, charlamos, celebramos nuestra amistad de tantos años.
Y en esas circunstancias aceptó colaborar en tres proyectos: un programa de debate que hacíamos con Alejandra Gómez Macchia, Zeus Munive, Juan Manuel Mecinas y Gerardo Tapia —Las Intimidades Colectivas—; una columna semanal en Hipócrita Lector bajo el gogoliano título “Almas Muertas”, y su participación ocasional en el programa de radio “Sencillamente Hipócrita”.
Cerca de un año estuvo en dichos espacios, pero de pronto regresó a su exilio interior, siempre al lado de “Manolito”.
Todos los días, desde entonces, nos comunicamos por WhatsApp.
Él me enviaba las ediciones digitales de diarios españoles, mexicanos e italianos, y yo le mandaba Hipócrita Lector, algunos suplementos y los podcast que producimos.
Todo esto en el contexto de saludos tiernos, cariñosos, en el mejor estilo Carlo.
Hace unos días noté su ausencia.
Lunes y martes no me envió nada, y una solitaria palomita evidenció que no estaba recibiendo lo que le mandaba por WhatsApp.
El miércoles por la mañana le envié un mensaje que tampoco leyó.
La tarde de este miércoles, Jorge Andrés Gómez Pineda, gran amigo suyo, me dio la noticia de su muerte.
Un dolor me asaltó en los ganglios basales, la línea media de la frente, el precuneus y la unión temporoparietal a los lados de la nuca.
Una inmensa tristeza me embargó.
(Algo parecido me ocurrió cuando en octubre de 2008 me hablaron para decirme que mi madre había muerto).
Todo se trastornó.
Pensé en Carlo viajando al hospital tras el primero de dos infartos.
Pensé en Carlo preguntando por su hermana Paola y los hijos de ésta.
Pensé en Carlo preocupado por Manolito.
Varias horas duró mi desvarío.
Por la noche, a solas, el llanto me quebró.
Adiós, querido amigo: en algún momento te alcanzaremos tu amado Manolito y los parias que tanto te queremos.