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jueves, abril 25, 2024

En la muerte del Niño de Oro

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A Fernando Castillo Pacheco, el Niño de Oro, ya lo andaba buscando la muerte.

Cuando lo conocí, en la primera década del siglo XXI, algo de terror vi en sus ojos, algo de pánico, algo de incertidumbre.

Eso lo confirmé cuando vi, de lejos, su ritmo de vida.

Bebía hasta confundirse con otros, hasta perder los estribos, hasta volverse un Artemio Cruz sin Carlos Fuentes de por medio.

Bebía para sacar los demonios, y una vez sentados éstos en su mesa, los insultaba a gritos, golpes y mentadas.

Varios abogados de academia le tenían un gran respeto intelectual.

Con esas credenciales llegó a un programa de radio que conducía yo en esos años: Operación Periodista.

Ahí se hacía un debate pocas veces visto en la radiodifusión poblana.

Muchas veces debatimos hasta llegar a los gritos.

Pasado el tiempo, dejó de ir.

Yo le seguí la pista a través de amigos que me narraban sus historias con morbo y suspicacia.

Supe de las leyendas con las que empezaron a cubrirlo: pleitos con sus parejas, fraudes, extorsiones.

Un día llegó a la cárcel y no me sorprendió.

(Hay almas que nacen para ser encerradas).

Hace algunos meses supe que quedó en libertad.

Quedamos de comer.

Nunca se cumplió la cita.

Una tarde me lo topé en un restaurante de Angelópolis.

Su mirada había cambiado brutalmente, y seguí viendo en sus ojos esas borrascas de terror, pánico, incertidumbre.

El rostro había endurecido como un pan de muerto.

Incluso la voz era más gruesa y rasposa.

Recordé una película, Río Místico, en la que uno de los personajes —Kevin Bacon— dice que Jimmy —Sean Penn— “lleva el peso de la cárcel en los hombros”.

Lo noté cuando me acerqué a saludarlo, y también cuando lo vi de lejos.

Varias veces me habló por teléfono para darme luz sobre un tema judicial que afectaba a un interno que habita el Cereso de Tepexi.

Ignoro cómo sabía lo que pasaba ahí, pero tenía información, y de primera mano.

Él se comunicaba conmigo a través de los más diversos números.

Nunca sabía que era él quien me llamaba.

“Número desconocido”, informaba la pantalla del teléfono.

Metido en Todos Santos, Día de Muertos, un exmensajero suyo trajo en Twitter la noticia de su asesinato.

Cuando supe los detalles, entendí el fraseo inevitable con el que arranqué esta columna.

La muerte lo andaba buscando desde que lo conocí.

(Y aún antes).

Primero en forma de fiestas orgiásticas, luego en forma de prisión.

Sus ejecutores no fueron por la lujosa camioneta Audi en la que viajaba con su hermano, ni por los carísimos relojes.

Lo andaban cazando desde la oscuridad.

(Un sonido de ratas voraces salió en forma de metralla).

No sé por qué pensé en Borges y en su poema El General Quiroga va en coche al Muere.

Sobre todo, en estos versos:

Ir en coche a la muerte ¡qué cosa más oronda!

El general Quiroga quiso entrar en la sombra llevando seis o siete degollados de escolta.

(Hasta aquí la inevitable cita).

El Niño de Oro por fin encontrará el descanso que buscó a lo largo de su vida.

Nuevas leyendas lo seguirán cubriendo ahora en ausencia.

Descanse siempre en paz quien enfrentó tantas delirantes y enfermizas guerras.

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