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viernes, abril 19, 2024

Temor y temblor frente a la burocracia

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Sólo una vez en mi vida había sufrido de discriminación por algo relacionado con mi físico.  

Era el año de 2010 y me rapé a coco como parte de un arranque de renovar todo, de reiniciar de cero mi vida. 

Si bien es cierto que parecía un chamaco, un pelón de hospicio, estar a rape me representaba una gran comodidad, economía en el tiempo y un ahorro en productos cosméticos.  

No sé si se me veía bien o mal el look. Yo estaba feliz yendo por el mundo con mi cabeza brillante. Sin embargo, a la hora de pedir un trabajo en Cancún, el encargado de Recursos Humanos del hotel me dejó entrever que no me daría el puesto requerido porque no tenía pelo y eso me hacía lucir menor o enfermiza.  

Me preguntó si tenía cáncer o algún padecimiento capilar.  

“No, sólo me quise rapar”, contesté.  

¿Sida? 

“Tampoco, me quise rapar”, repetí.  

¿Es tan difícil de entender? 

Estamos acostumbrados a que los modelos marcados por la estética occidental nos digan que el cabello largo en las mujeres es un símbolo de salud y, por supuesto, un recurso erótico. 

Es verdad, sí, tener una melena llama más a los varones a la hora del cortejo que estar calva. Pero fue precisamente en mi afán de pasar desapercibida y darle valor a otras cosas más que a mi físico por lo que decidí raparme.  

Total, que no me dieron el trabajo que solicitaba porque la imagen no me alcanzó… entonces me ofrecieron otro puesto que no me encantaba, pero que me urgía tener.  

Y así, casi un año padecí de desconfianza por parte de la gente que me veía a rape.  

Hubo una vez en la que se me ponchó la llanta y nadie se paró a auxiliarme porque parecía que había salido de alguna casa de locos, según ellos… supongo.  

Esa había sido la única vez que me sentí hostilizada por algo referente a mi físico.  

Hasta hoy.  

Contexto: llevo semana haciendo trámites burocráticos, yendo y viniendo por papeles, durmiendo mal y comiendo a las prisas. Tomando café como loca para aguantar la embestida del día. 

Con esos datos, el lector podrá imaginar que, sobre todo, por el gran consumo de café, ando más acelerada y nerviosa que de costumbre, aunque a decir verdad siempre soy un chinampín, una termita que no se está quieta ni un segundo. Es mi naturaleza; mi abuela y mi padre son iguales de nerviositos.  

La cosa estuvo así: hoy por la mañana tenía cita en la oficina que expide las licencias. Antes de llegar al lugar, me encargué que no me faltara una sola copia (saqué de más) y de una vez realicé mi pago en línea (para no hacer una cola extra).  

La cita era a las 9:30 a.m. Yo me había despertado como siempre a las 6. Ya había llevado a la chamaca a la escuela e iba por el segundo café extragrande del día.  

Caminé hacia la fila, los policías me indicaron que en breve una señorita saldría por los papeles. Llegó la señorita, le recogió sus documentos al joven de adelante. Luego se me plantó enfrente. Sonrió discreta detrás del cubrebocas. Yo llevaba mi vaso de café y los papeles en la mano. Me los pidió. Le aclaré que ya había hasta adelantado el pago. Me los requirió… 

Como no tengo cuatro manos, y como suelo ser muy rapidita para eso: le pedí que me detuviera mi vaso para que no se fueran al piso las hojas. Lo tomó. Me observaba. Me dio el vaso de vuelta y me informó que, por una caída del sistema, nos remitirían a otra sucursal. Bromeé con eso. ¿Qué no han pagado el internet? No le causó gracia. Verificó mis papeles, me dijo que estaban ok, y caminamos unos pasos. Silencio de tres segundos. Después se me dijo: ¿le puedo hacer una pregunta y no se ofende? Asentí.  

–¿Está usted nerviosa por algo? Le tiemblan muy raro las manos y en casos como estos uno puede pensar que esta nerviosa… o padece algo… o ingirió algo.  

Me sorprendí y reí, pensando que evidentemente mi palabra bastaría.  

–No, señorita, es que llevo dos días pagándole a gobierno todas mis infracciones, yendo y viniendo, tomando litros de café y durmiendo mal, pero deje eso, digamos que soy nerviosita por herencia y toco las maracas en un grupo.  

La mujer me miró desconfiada y siguió.  

–Es que ahorita me dio su café y la vi nerviosa o sospechosa.  

–A ver, reina, te estiro la mano de nuevo; ya te dije que todo bien. No estoy ni cruda, aunque parezca que me corrí una fiesta. Es cansancio y cafeína. Cero speeds, no tomo pastillas. 

–Debo ir con mi supervisora a decirle que necesito una prueba médica para saber por qué tiembla.  

–A ver, créeme que no tengo tiempo. Estira tu mano, yo la mía; es un temblor normal, de acelere.  

Les estiré la mano, y en efecto, se puso estática como una tabla.  

Yo creo que no le caí bien. Insistió y me envió a perder una hora de antesala en el médico.  

Mientras caminábamos yo imaginaba esos cinco minutos de poder que tiene un burócrata sobre ti. Los estaba aprovechando. Yo no respingué en voz alta como antes acostumbraba porque ahora soy mucho más paciente, sin embargo, en mi cabeza iba echando un monólogo interno, pensando que esa mujer que me juzgaba por un episodio circunstancial de temblorina, seguro tendría su licencia en orden y se le habrían dado sin que una ojeta como ella increpara o diera por hecho que por estar tan gorda sería la candidata ideal de un infarto mientras maneja, lo que la convertiría en un peligro al volante.  

Lo pensé más no lo dije porque hubiera sido discriminarla a ella, medir sus capacidades por la referencia física, como lo hizo conmigo.  

Ignorando que soy experta en ensartar hilos en las agujas aun con el pulso de maraquero…  

En fin.  

Los criterios de la gente son respetables, pero el tiempo y la palabra de los otros también.  

Tardé dos horas en un trámite que debería ser de 20 minutos. 

Todo gracias al sospechosísimo y la mala leche de una burócrata que odia su chamba.  

Huelga decir que aprobé con diez el examen médico y que la doctora se rio del motivo por el que me habían mandado a su consultorio.  

Con esta yunta hay que arar.  

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