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jueves, abril 25, 2024

No hago nada

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Estoy releyendo Extinción, la última gran novela de Thomas Bernhard, y muy fiel a su estilo obstinado, hay una parte donde el personaje central habla del “no hacer nada” de los escritores, comparado con el “no hacer nada” de sus seres queridos —en especial de sus padres— la pareja adinerada que tenía una biblioteca exquisita y que de plano sólo la usaba para darles un buen recorrido a sus visitas. 

También la familia poseía bellas vajillas que jamás sacaba a menos que hubiera un evento extraordinario con invitados extraordinarios que valieran la pena. Porque daba pena usar esa vajilla que podía romperse de ser usada en una comida cualquiera con gente cualquiera. 

Entonces me puse a pensar en mi propio “no hacer nada”. ¿Qué es eso? No hacer nada es quedarse mirando al vacío, pero con el cerebro completamente en blanco… tema muy complicado que sólo consiguen los altos monjes budistas o personas sin mácula, o qué sé yo. 

Recuerdo que, de chica, mi madre siempre me regañaba por estar haciendo nada y me ponía a trapear o a sacudir los muebles. Ese “algo” que ya tenía que hacer, en realidad para mí era el perfecto no hacer nada, pues, ¿para qué iba a limpiar la sala si cinco minutos más tarde iba a estar igual de marrana por la polvareda? Ni hablar, era la hija y mi rol era obedecer. Así que obedecía y me ponía a hacer “algo” de provecho, como decía mamá. 

Yo supe que sería escritora hasta muy tarde, es decir, cuando había fracasado en vida conyugal y no me quedó otro remedio más que explotar mi verborrea. 

A muchos de mis compañeros les paso lo siguiente: 

Un buen día llegaron frente a sus padres, que según esto hacían “mucho” o “todo” por ellos, y les anunciaron que querían ser poetas o escritores. Acto seguido, los padres, que siempre estaban, según ellos, haciendo algo de provecho, pegaban el grito y volteaban a ver a los hijos como si fueran unos subnormales y les decían: “claro, quieres ser poeta o escritor para justificar tu huevonería y no hacer nada. Para estar echado en un sofá, con un café al lado, preparado por tu madre que “sí tiene cosas qué hacer”, leyendo un libraco que sólo te va a meter ideas para, según tú, cambiar la manera de pensar de esos otros zánganos que creen estar haciendo algo por el simple hecho de estar leyendo. Ni madres, tú vas a “hacer algo” con tu vida. No en balde invertimos cientos de miles de pesos desde que te metimos a la escuela. Así que no salgas con que vas a ser poeta o escritor. “Esos manes se mueren de hambre, son unos viciosos de lo peor, y si fracasan, como les pasa a muchos, acaban como teporochos o colgándose con la correa del perro. O qué, ¿piensas que puedes sobrevivir sin hacer nada?”. 

Eso les decían sus horrendos padres, y esos horrendos padres creían que hacían mucho (o todo) por ellos al dedicarse a la medicina o a la albañilería o a las leyes. Pero, ¿qué hacían en sus días de descanso esos personajes cuya autoridad moral no permitía que los hijos fueran bardos? Absolutamente nada. 

Los señores se lo pasaban mojando la almohada con saliva pútrida de cerveza añeja y las señoras chismorreaban e intrigaban con las vecinas. Eso decían mis amigos que hacían sus respectivos padres, los que hacían todo por ellos. 

Debo decir que, gracias a esos padres malhechores, la mitad de aquellos aspirantes a escritores hoy viven de vender seguros o se engañan a sí mismos y a otras personas haciendo “algo” de provecho: reclutan a mujeres para entrar a las famosas pirámides de inversión. Bonita forma de, en verdad, no hacer nada. 

Hace unos meses entré en depresión porque yo juraba que no estaba haciendo nada. No he podido terminar mi nuevo libro y me quedo más estéril que la vieja esposa de Abraham el de La Biblia. Pasan mis días, según yo, en blanco, dando vueltas por la casa, reparando desperfectos y pensando en lo miserable que es ser yo. Pero eso es, sin percatarme, hacer algo. Lo que hago mientras no hago nada es una introspección, un ensayo delirante, pero ensayo al fin. 

Ya sea que esté en el baño o en un restaurante o en una cafetería con un libro en la mano, aparentemente no haciendo nada, estoy haciendo todo. Estoy llenando mi cabeza de algo que le falta mucho a la gente que es poco crítica consigo misma: me estoy exorcizando. Me estoy haciendo un juicio sumario, donde el juez más implacable, que soy yo misma, va a cortarme la cabeza con un plato de barro como a un lechón tierno, o va a exculparme. 

Mi familia, como la familia del personaje de Extinción, se lo pasa invitándome a mil actividades anodinas que para mí son el perfecto no hacer nada. Me invitan porque creen que un día voy a enloquecer y a matarlos a todos. Pero eso sería hacer demasiado (con aquello de las expiaciones, lo juicios y las persecuciones). 

Estoy segura de que murmuran a mis espaldas. Que dicen que soy una acomodaticia, y por lo tanto, una candidata perfecta al fracaso por arrimarme tanto a seres inanimados como son los libros y los discos de vinyl, y por alejarme de ellos… que se creen muy animados. Ajá. Ajá. 

Lo que he constatado en estos meses es que las actividades que me apasionan requieren de mucho del así llamado “tiempo de ocio”. Leer implica estar dotado de un buen trasero y una espalda fuerte para soportar, por ejemplo, los dos tomos de Guerra y Paz o Moby Dick. También para ser un verdadero “hacedor de nada” se necesita buen estómago para no perecer de gastritis a causa de las cantidades industriales de café y tabaco que uno se mete mientras lee o escribe. 

Mucha gente, incluidos varios miembros de mi familia, creen que sólo el escritor que publica hace “algo” con su tiempo. 

Para como veo las cosas, creo que no volveré a publicar en mucho tiempo porque, entre las cosas que pienso mientras no hago nada, resolví que no debo entregar un texto prematuro que no me satisfaga. Hay tantos escritores (buenos y malos) que publican cada año, que no se necesita una más. 

Ahora ocupo mis horas de no hacer nada en hacer nada de nada, es decir, me levanto y me acuesto pensando y pasando en limpio esos pensamientos en una libreta. También escucho música todo el día, lo que supone para otras personas tener un doctorado en hacerse pendejo mientras cantas. 

¿Qué si me preocupa el futuro? Claro. Pero el futuro es tan impredecible que es mejor no hacer nada para intentar cambiarlo. 

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