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jueves, abril 25, 2024

Natura no da, pero Instagram presta (la belleza engañosa del filtro)

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Ya no, señoras y señores. Eso de que percepción es realidad ya no jala. Menos en tiempos de Instagram.

Tres casos que lo confirman.

I. Señorita de treinta y tantos se muestra en su perfil con una cintura de 60 centímetros, tetonas de Pamela Anderson y cadera de Kardashian.

Largas jornadas de ocio y edición obran el milagro que ni natura ni el gimnasio le dio. Sale así en todas sus fotos. Unas se ven absolutamente fake. Otras sí pasan por buenas (las editó mejor). Ella liga con fulano de tal que, conmocionado por ese cuerpower, se lame los bigotes al pasar por ella a su casa.

La chica va postergando la cita hasta que ya no puede esconderse más. Aparece en el umbral de la puerta del carro y el galán imperfecto (que se retrata tal cual es en redes) queda desencantado porque esas caderas son en realidad unos calzones con pomperas de hule espuma, las chichis están más caídas que las de la señorita Selastraga (la maestra de South Park) y la cintura está sufriendo tortura bajo una faja de nylon extra chica que de paso le salta los ojos.

El muchacho, que no es un patán, o más bien ya no tiene cómo zafarse, la sube a su auto y van a la cena; misma que apresura porque, además de que la promesa de conocer a un patrimonio erótico nacional resultó ser una farsa, también se percató que la chava no pensaba ni decía frases hechas tan profundas como las que copiaba de Proverbia.net en su Face. Esas que empiezan con “un sabio dijo”. Fiasco total.

Así la vida real.

II. Dama de 50 y pelos llega con el fotógrafo para hacerse unos retratos. El fotógrafo le advierte que su cámara es lo más top del momento: una mirrorless de chorrocientos mil pixeles y el ISO que hace brillar hasta el retablo más abandonado de la colonia. La doña posa con seguridad; el fotógrafo la guía, la ilumina lo mejor posible. Bien dice Lucía Méndez que no hay mujeres feas ni viejas sino mal iluminadas. La sesión es exitosa hasta que el fotógrafo descarga las imágenes. Previamente le advirtió a la clienta que no haría una chamba profunda de Photoshop: nada de poner más pecho ni de subir el trasero.

Al mejor estilo Pipo el payaso. Al rostro se le eliminarían sólo las manchas y las ojeras, algún lunar indeseable, y se alisaría un poco el gesto en caso de tener muy marcadas las líneas de expresión.

El fotógrafo hizo un buen trabajo. Logró captar la esencia del personaje. A él le parece que las imágenes son de gran calidad. Cuentan una historia sobre la persona.

Tres días después, le entrega las imágenes. La dama entra en pánico, coge el teléfono y le dice que si pueden repetir la sesión porque se ve vieja. No le gustaron los resultados porque, dice, ella se toma mejores fotos desde su iPhone. Ajá, contesta el fotógrafo, porque el celular tiene cincuenta mil filtros más los que le metes en las aplicaciones. ¡Esa cara lisa y plástica no eres tú, reina! Pero la señora insiste que el fotógrafo la cagó y deben repetir. O ya mínimo lo quiere obligar a que pase otras diez horas frente al editor de imágenes borrándole la cartografía del desastre que ha sido su vida. Los testigos del derrumbe que viene. La clienta quiere los ojos almendrados y verdes que consigue en Insta. Urge una piel de muñeca olvidando que toda su vida se la pasó tomando el sol untándose aceite de carro y cerveza. Olvida que se ha fumado medio millón de Benson & Hedges; pasa por alto los tres tinacos de wiski que se ha metido con sus amigas del póker.

Aun así, hace rabieta y no le quiere pagar al fotógrafo que pasó pacientemente tres horas buscándole el mejor lado.

Esa señora está mal de la cabeza. El Tik Tok la alienó y cree que, en verdad, en la vida real parece un elfo de Tolien o una miembro selecta de la familia Targaryan. No, madre, así no es la cosa. Tienes cincuenta y tantos, dice el fotógrafo, y le muestra el antes y el después de cada imagen, en la que ya le quitó medio kilo de pelos, tres metros de patas de gallo, el empedrado al cielo de los cachetes y el brillo que perdió en los ojos por estar casada con un cretino por no perder el estatus.

La doñita se niega; dice que aún pueden quedar mejor. Insiste que ella se toma pics más cool.

Así no se puede, piensa el fotógrafo.

La dama tiene una percepción de sí misma profundamente distorsionada y eso que no le entra al LSD. Sólo al Tafil y a la moringa.

Moriría por que pase rápido el tiempo y Elon Musk diga que ya todos somos los avatar que confeccionamos a la medida en el multiverso.

Pero no es así.

La señora entonces tiene una opción más drástica: ir con el cirujano y rogarle al cielo no quedar como Lyn May a la primera, aunque sabe que sí quedará así a la cuarta…

III. Mujer recién divorciada. Cuarenta y tres años.

Las amiguis le recomiendan un cirujano y llega presta con su teléfono en mano.

Le dice al profesional que, por favor, quiere que su carita le quede como esa (le enseña la última imagen suya que retocó con filtros de Snapchat). Quiere ser entre blanca y rosita. Quiere que los hoyos de la nariz se vean tornasol, quiere que los labios la delaten como la mejor feladora del mundo. Quiere los ojos de una Lolita de anime. Quiere orejas de Galadriel y pómulos de mi pequeño pony. Mentón de Hermelinda Linda en sus mocedades. Dientes de chicles Adams confitados.

El cirujano escucha absorto. Claro que puede meterle una yarda de hilos tensores y tres inyecciones de ácido cada seis meses. Puede córtale un cacho de cuajo colgado que le quedó de la cesárea para modelar las orejas de hada. Taladrarle el hueso hasta esculpirle unos pómulos que parezcan pequeños géiseres.

Se lo hace saber, le toma foto y con su software le enseña la proyección del resultado (si todo sale bien y no hay reacciones).

La lady frunce el ceño porque no quiere eso. ¡Esa es una cirugía típica, don pendejo!, piensa.

Se le seguirá viendo la textura de piel a la piel, y lo que ella pretende es que nada provoque la mano que la ha de tocar se frene; desea que su faz parezca suela de Loubotin, pantalla de smartphone, escultura de Jeff Koons o entrepierna depilada de modelo brasileña.

Sale irritada y llorando de consulta, sin embargo, ya dio un abono para, por lo menos, recogerse la doble cara que ya le empieza a salir debajo del cuello. Esa papada brutal que, gracias a los filtros y a la aprobación de sus amigos del Face, desaparece por un momento…

Hasta que se apersona en algún lugar, y la máscara cae irremediablemente.

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