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viernes, marzo 29, 2024

El pueblo que nos sobrevive

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Puede ser que San Pedro Cholula no sea el pueblo más limpio ni el más ordenado. Los estudiantes y los turistas de fin de semana lo hacen vivir, pero también lo aniquilan con sus desmanes. Aun así, Cholula se reinventa siempre; es un lugar que ha resistido y nos sobrevivirá a todas las lacras.

Paso de San Andrés a San Pedro cada mañana cuando salgo a andar en bici. Cruzar de un pueblo a otro es tan fácil como pasar un pie y luego el que sigue por las vías del tren.

San Pedro es mágico no porque un gobierno le haya dado el nombramiento. Esas son retorcidas estrategias de publicidad y usura para que los municipios obtengan más ganancias. Cholula es maravilloso no por las casitas restructuradas del primer cuadro que han sido retocadas con los colores que la marca Pueblo Mágico les dicta; lo es más bien por las casas que se alejan del centro; las que están a punto de derrumbarse, a esas que las capas de pintura van desvelando el paso del tiempo. Las de puertas apolilladas por el tiempo, las pestes y el agua, de donde salen musgos y personajes tan viejos como ellas.

Cruzo cada día la calle 13 poniente, y he conseguido memorizar los lugares que me parecen más enigmáticos. Hay dos casas en especial que observo y fotografío con ganas de tocar a la puerta para que sus habitantes, si es que alguien vive ahí, me enseñen el interior. Las imagino perfectamente: colmadas de objetos de otros mundos. Algunas ya han de ser sólo el cascarón, y supongo que dentro abundan la maleza y algunas arcadas destruidas.

Esas fachadas a veces esconden casonas que fueron y ya no son más.

Hace poco, mientras husmeaba y pasaba mis manos por la pintura corrugada de una, de pronto un señor abrió el portón de lata de golpe y me asusté. Salió un hombrecillo de no más de metro y medio con una taza de barro humeante en las manos y encendió su Delicados sin decir nada. Sin reparar siquiera en mi intromisión. Yo quise alargar el cuello para ver lo que había más allá del umbral, pero la mirada del hombrecillo, impasible, vacía, me invitó a trepar a mi bici y retirarme.

Estamos a unas semanas de celebrar el día de muertos, y los campos están ahítos de flores de Cempoalxóchitl y de terciopelo: unas amarillas como soles y otras de un magenta brillante y feliz.

Del lado de San Pedro, estos cultivos se dan camino al Cerro del Zapotecas, en donde ahora se han asentado bonitos fraccionamientos e hípicos. Sin embargo, la mancha urbana no ha terminado por tragarse el encanto y el candor del lugar. Pasear por ahí, sobre todo al amanecer, da una sensación de vitalidad y gozo indescriptibles.

Soy una bestia de costumbres que trata de no salirse del guion hasta agotar las posibilidades. Por eso tomo la misma ruta, las mismas calles. Ya conozco los changarros, a los personajes y hasta a los perros que, adormilados, no molestan al que va atento sobre ruedas.

Puede ser que en este caso en especial no intente salirme nunca del camino porque hay lugares que quisiera evitar pues me llenan de recuerdos.

Hoy, sin embargo, quise avanzar un poco más rumbo al cerro y de pronto me perdí. Di tres vueltas arbitrarias y salí a la calle del DIF que desemboca en el centro.

El algoritmo de la aplicación del teléfono había complotado con la brújula enloquecida y me hizo pasar enfrente de la casa de mi amigo Fernando (que abandonó esté mundo el pasado mes de enero) y la música que sonaba en los audífonos removió más el sentimiento de abandono que dejó.

Cuántas veces recorrimos esas mismas calles, en bici, caminando, en motocicleta. A veces tambaleándonos de borrachos y otras apurados para llegar temprano a la preparatoria.

Me detuve frente a la privada en donde sé que aún vive su hermana. Pensé en tocar para pedirle permiso de entrar al que fue su cuarto y pedirle que me dejara llevarme algo. Lo que sea, algún objeto que haya sido de Fer. Reculé y seguí pedaleando; imaginando lo doloroso que es conservar la esencia de una persona encerrada en una cosa.

Las cosas, ciertamente, no mueren, no nos abandonan, no reclaman ni se ofenden. Están ahí, puestas en un mueble o colgadas de un muro. Envejecen, se decoloran, dejan de sonar o de brillar si se les descuidan, sin embargo, ellas acaban por enterrarnos desde su silenciosa presencia. Y no lloran ni nos recuerdan. ¡Qué cosa maravillosa sería ser solo cosa!

Pronto me encontré de nuevo en los lindes de San Pedro con San Andrés. Más flores de muerto, más memorias de una infancia loca y feliz. Más casas que me llaman a penetrarlas en aras de ver qué hay más allá, antes de que un temblor o el desarrollo acabe con ellas. Antes de que todos los que hoy tenemos ojos estemos muertos.

Llegué a mi casa. Busqué la locación en donde podré una ofrenda el 2 de noviembre.

Un altar para Fernando, con las flores que crecen frente a la que fue su casa. Yo misma cortaré las flores. Las robaré, como solíamos hacer en la secundaria.

En mi bocina suena una canción relativamente nueva para mí que tiene una frase que me encanta: “creo que sería tiempo de buscarle un Dios a mi corazón”. Aunque sea por un tiempo debería hacerlo, pero apenas cruzan esas dudad en mi cabeza, recuerdo que la mayoría de las iglesias están llenas de perdedores, psicópatas y confundidos.

Pondré el altar para recordar a mi carnal, no porque crea que vendrá a tomarse su caguama y fumarse su Marlboro.

Los muertos están bien así, en su silencio.

Ya hay demasiado ruido por acá, y pienso que la única manera de verlos es imaginándolos, cerrando los ojos, oyendo las canciones que compartíamos. Siempre he estado convencida de que morir es la mejor manera de no seguir haciendo el ridículo en la vida.

Ellos, los muertos, ya valieron, pero ya ganaron.

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