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sábado, abril 20, 2024

El mundo idílico de Bacharach (un horizonte perdido)

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Mi infancia está estrechamente ligada a la música de Burt Bacharach y Hal David. Puedo decir que sus canciones —absolutamente almibaradas y rosas– fueron parte esencial de mi (idílica) educación sentimental y musical, aunque pronto descubrí que lo mío sería el rock y el betún del pastel se derritió; pasé a la etapa del lodo y las piedras rodantes. 

Crecí realmente feliz con las tonadas de su piano y los coros blancos de sus canciones reproducidas en los discos de vinilo que coleccionaba mi abuelo Carlos. El abuelo, que siempre resulta ser uno de los personajes de los que más echo mano a la hora de escribir, no era un verdadero melómano; su terquedad era una barrera que le impedía expandirse, así, cuando él se casaba con algo no lo soltaba jamás, y aunque en el fondo sabía que lo mejor se le escapaba, era fiel hasta la muerte a sus gustos. 

Ahora que está tan de moda hablar de las famosas heridas de infancia, y que las nuevas técnicas de sanación aseguran que hay que ir hasta esos hoyos negros para tener un futuro en paz, caigo en cuenta que no, que yo no tengo heridas de infancia, esas me las he hecho yo misma ya en la adultez y francamente no me interesa que sanen. Mi infancia fue como una rola del viejo judío. Hay bálsamos con los que controlo las hemorragias, entre ellos, precisamente esa música que, ya bien entrada en la adolescencia, comencé a desdeñar por veleidosa, por creerme una iniciada en lo que yo suponía que era la verdadera crema… por lo tanto, no soy tan distinta que don Carlos, pues durante veinte años me perdí de muchas cosas por la cerrazón esnobista que nos ataca a los que sí nos consideramos melómanos. 

Últimamente he llegado a renegar del término “melómano”, ya que toda etiqueta, acota, así sea la más elegante o sofisticada. 

A veces sueño con una boda imaginaria, quizás la misma que tuve a los veinte años, pero con distintos personajes invitados, sobre todo, fantaseo con la posibilidad de revivir a los muertos de mi casa para poder bailar con ellos. 

El día que me casé elegí una canción de Frank Zappa como vals. Una versión con saxofones de Take your clothes off when your dance, igualita a la que viene en ese extraordinario álbum titulado The Lost Episodes. 

Fue alucinante ver a todos contoneándose con esa pieza híbrida que se prolongó casi treinta minutos gracias a las variaciones e improvisaciones que Gisela, una cubana virtuosa, inventó en el momento para que el baile fuera realmente bizarro y la gente se llevara como recuerdo ese momento surrealista lleno de jipis, vagos, extranjeros y de la sui generis familia que me cargo. 

Sueño con esa boda no porque me quiera volver a casar, sino porque creo que le quedé a deber a mi abuelo una pieza especial para bailar sólo con él: This guy ́s in love with you. 

Porque mi abuelo era, virtualmente, ese muchacho enamorado de mí. 

Puedo asegurar que con los años me gané el lugar de su consentida, no por otra cosa, sino por el interés que le ponía a su mueble de discos, en el que una vez encontré joyas ocultas que ni él sabía que había comprado, ejemplo: el 200 moteles de Zappa, unos Jetro Tool y el Nurserys crime de Genesis. 

Este material estaba impecable, evidentemente, porque las repisas de los álbumes consentidos del viejo se convirtieron en las de hasta arriba, obvio, porque el señor duró noventa años y ya no era tan fácil agacharse. 

A los cinco años recibí mi primera grabadora para cassetes y en la tornamesa de mi papá pude poner el primer disco LP que fue sólo mío: Life is Life de Opus, que creo que ha sido uno de los one hit wonder más sonados (y gachos) de la historia. Disfrutaba esa grabadora con mis casetes de Flans y Timbiriche, pero más bien lo que me enloquecía de tenerla era que podía grabar comerciales con mi voz gracias al micrófono integrado. 

El pleitazo sobrevenía cuando robaba los casetes de mi jefe y los borraba. Recuerdo un drama en especial: cuando borré su grabación de Lost Horizont, que era el soundtrack de la película del mismo nombre, inconseguible para ese tiempo en Tehuacán de las Granadas. 

Arriba de Lost Horizont grabé rolas demoniacas, según mi papá… empezaba ya mi afición al rock y tengo clarísimo que le encimé el 666 The number of the beast de Iron Maiden. 

Fue un sacrilegio que me valió un castigo y evidentemente el casete fue a dar a la basura. 

Lost Horizont reapareció muchos años después, ya en CD, gracias a un delaler de discos importados que conoció mi papá en Cholula. 

Cuando llegó a sus manos el material fue como si a un adicto a la heroína le hubiera llegado la más pura merca… un acontecimiento que reunió a la familia… recuerdo a mi mamá tratando de traducirle de su precario inglés al español lo que decían las canciones: ¡Living together, growing together! 

La película trataba del azaroso descubrimiento del Shangri-lá, un lugar como el famoso Dorado (pero asiático) en el que un pueblo entero, feliz y ataviado como Lamas, no envejecía ni moría jamás. 

Sin saberlo, esa escena que me pareció de lo más cursi, me llevó a conocer la existencia de los verdaderos monjes tibetanos, así que de algo sirvió la desaparición de mi casete de Iron Maiden que sin saberlo habían matado por primera vez a Burt Bacharach y sus horizontes perdidos. 

Siempre he creído que, si la edad no te da más sabiduría, por lo menos debe regalarte más flexibilidad, más apertura y menos pretensión, ante todo musicalmente hablando. 

Hace veinte años era impensable que yo me cachara bajando un disco de Bacharach, aunque en el fondo esa música jamás dejó de sonar en mi cabeza porque su estilo absolutamente inofensivo y afable ha traspasado generaciones. Todos nos hemos cachado alguna vez cantando este estribillo: “The moment I wake up Before I put on my makeup /I say a little prayer for you”. Hasta los más jóvenes la retienen gracias a las películas palomeras de Julia Roberts. 

Bacharach no está en el parnaso de los compositores de élite porque es parte del catálogo permanente del pop, teniendo en cuenta que el pop no es otra cosa más que lo que llega y cautiva a las masas, lo popular o muy popular, que suena hasta la saciedad y sin payola, cosa que en absoluto es mala; sus canciones son lo que a la literatura los Best Sellers. 

Yo no lo pondría ni por error en la misma caja que Ray Conniff, cuyo grupo era un retrato exacto de la bobería gringa. 

Walk On By interpretada por Dione Warwick colinda más con el bossanova (franksinatreado) que con las baladas ñoñas del ñoñazo del peluquín que saturaban la frecuencia modulada. 

Sin Burt no hubieran existido los Carpenters ni la Warwick, ni Elvis Costello ni Dusty Springfield, ni BJ Thomas que, aunque no era ningún portento, su paso por el mundo no pasó en blanco gracias a las gotas de lluvia que cayeron sobre su cabeza. 

Otro tema es Herb Alpert… que es un pendiente en mi vida porque no sé si me gusta o si lo aborrezco, dado que la trompeta de los grandes jazzistas (Gillespie, Clifford Brown y Miles Davis) pulverizan todo lo demás que había escuchado a tal grado que escuchar Rise O The look of love con El Tijuana Brass es de lo más naif y kitsch, pero bueno… Alpert era cachondo y bailaba sabroso. 

El caso Bacharach es insólito porque sus composiciones, simples y frescas, se clavan en la memoria. Es un autor que no hiere jamás. El tiempo respetó su belleza física. No hace mucho me senté con mi mamá a ver un homenaje que le hicieron y a los noventa años seguía conservando un halo angelino, transparente, del hombre pacífico que se ve que era. 

Un hombre feliz que dio felicidad a los hijos de la postguerra, a los boomers y a algunos trasnochados de mi generación. 

Dicen que el ser humano tiene tres rostros a lo largo de su vida: con el que nace, el que se construye y el que se merece. 

Bacharach murió siendo un viejecito con mirada diáfana, siempre derecho y galán. Se fue con el rostro que se merecía. La cara de un hombre que no se metía en los conflictos irresolubles de la condición humana. Su pieza más hardcore es, quizá, Make it easy on yourself, que no es otra cosa más que una carta de abdicación a un amor que se está yendo. Sin drama, sin la toxicidad ni la ponzoña y el desgarramiento latino del que oxigenan los boleros y las rancheras. Burt, el bueno de Burt, le dice a la dama en cuestión: ve, y hazlo fácil para ti. 

Ya es costumbre para mí oir What the world needs now…. con Jackie de Shannon mientras observo obsesivamente –y con paciencia de monje de Shangri-lá– la caída de las gotas del aspersor que riega el pasto, y sintiendo siempre el extrañamiento del abuelo que, al contrario de la pedantería intelectual y musical de mi papá, me programó para tratar de ver la vida más simple y con un optimismo imposible, pero probable: el optimismo de Burt Bacharach, un hombre blanco (en el mejor sentido de la palabra) que llenó de ilusión a sus fieles, aunque sesenta años más tarde el mundo sea un lugar caótico y demencial y no el de sus entrañables rolas. 

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