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viernes, abril 19, 2024

Dejad que los tercos fumemos en paz (Ley antitabaco, una arbitrariedad)

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La vida es una constante contradicción. El cambio lo es también porque se da en vida, luego entonces cambiar es contradecirse. Cada día amanece un sujeto nuevo dentro de nosotros, y así, lo que ayer te parecía maravilloso hoy no es más que un despropósito y viceversa.

La moda es un claro ejemplo de estos movimientos abruptos y telúricos. Antes era genial ser elegante y hoy es anticuado; antes los señores se vestían con preciosas gabardinas y cortes de lana, hoy los señores ponen medias y le pelean el bolso a su mujer y a sus hermanas.

Todo está bien. Nadie tiene derecho a decir que las cosas están mal, salvo quien es víctima de una arbitrariedad, pero el perjuicio es un asunto particular, o sea, a mí me puede encantar algo que a mi vecina le perjudique. Por eso se hacen leyes; para dar un poco de orden a todo lo que va ocurriendo y lo que se va generando y degenerando, creo.

Nací en una familia en donde el centro del mundo estaba en medio de la sala, en un televisor. Mi abuelo paterno, la figura más importante y persistente pese a su muerte, idolatraba la televisión, y sin duda, la mayor parte de su educación se dio mediante programas de historia, paseos en tecnicolor por paisajes africanos y viajes subacuáticos. De ahí sacaba tema de conversación para comentar con sus amigos y para tratar de ligarse a las amiguitas de sus hijas. En esos tiempos un señor que se pasaba de listo con las chavitas era un pobre ruco rabo verde y no un asqueroso acosador como lo son ahora los de su especie. Otra vez las contradicciones como elemento intrínseco del cambio: a veces pienso que, si mi abuelo viviera, seguiría tratando de tirarse a sus vecinas (a las muchachonas, como él las llamaba) y seguro que ya nos hubiera metido en muchos problemas por no saber controlar su bragueta. Lo bueno es que se murió y no le tocó entrar en el debate del Me Too. Me lo imagino discutiendo con su televisión, las más grande del mercado, mentándoles la madre a las feministas: llamándolas machorras o cuscas redimidas; esas, estoy segura, serían sus palabras.

Los tiempos cambian y los discursos se contradicen. Yo todavía nací en un mundo en el que tirar la basura en la calle era casi casi algo normal. En mi infancia no existían las botellitas de agua sino los garrafones de vidrio. En mis tiempos, las mamás andaban detrás de ti diciéndote: niño, toma agua, o si bien te iba, te decían, tómate esta coquita. Hoy no, ahora las madres van detrás del mocoso índigo pidiéndole que se “hidrátate”, y les dan sus termos reusables llenos agua carísima, y la Coca Cola es lo peor que le puede dar a un chamaco, de hacerlo, las demás señoras te ven con cara de horror si osas darle coca a un menor, cuando yo tomaba Coca hasta en la mamila. Eso, otra vez, gracias a la influencia del abuelo y su televisionitis. El viejo siempre estaba al último grito de la moda, tanto así que el pobre unos meses ante de morir todavía tenía la afición de que una de sus hijas lo llevara a comprar discos (ya eran cds) y llegaba con el vendedor a pedirle lo más moderno, que para ese entonces eran los primeros reguetones, y lo seguía haciendo en aras de ligarse a las chamacas, es decir, tocaba turno a mis amigas… y ya que iba a pagar le pedía al dealer de música que le diera por favor unos discos de grandes bandas (porque los suyos se habían quedado en los obsoletos casetes o en discos de vinyl), y al pobre le retacaban material de El Recodo y La Arrolladora Banda Limón en vez de darle a Glen Miller, Artie Shaw o Gy Lombardo. Aun así, el nonagenario no se perdía poner sus discos de Daddy Yanqui, al que odiaba, pero lo hacía con tal de que las amigas de sus nietas vieran que un chico muy cool.

Así se las gastaba don Carlitos, él era el claro ejemplo de lo que hoy se conoce como resiliencia, esa capacidad de adaptarse a lo que llega como llega, aunque llegue a lo perro o lo bruto.

Lo que sí no creo que hubiera sido capaz de soportar es la restricción cada vez más fascistoide de las leyes antitabaco. El abuelo era el fumador más profesional que he visto en mi vida, por eso el peregrino día que dijo, guiado por la moda en la tele, que iba a intentar dejar de fumar, supe que el viejo estaba despidiéndose del mundo, y así fue, lo pusimos en su piyama de madera a la semana, y como último acto de rebeldía le metí en su camisa de muerto y en su saco de muerto dos cajetillas de Marlboro 100 ́s, de esos largos, para que le durarán por lo menos un breve trozo de eternidad.

El tabaco entonces se convirtió en lo más natural en mi vida: la casa de los abuelos era un antro lleno de humo de 10 cabrones; es decir, él y todos sus hijos. Y nadie se quejaba de que la cosa apestara ni nos poníamos a pensar en los daños al pulmón y en general a todo el organismo, puesto que la moda era fumar desde que los gringos y los publicistas como los de Mad Men le dijeron al mundo que el cigarrito daba estatus y caché.

Ya para finales de los ochenta, pero en especial cuando se acercaba el fin del milenio y del siglo veinte y sus maravillas y toxicidades, la tele, ese mismo gurú que nos retacó de humo a toda la especie, empezó a difundir información sobre lo malo, nauseabundo y old fashion que era fumar.

Pero quienes fumamos sabemos que el vicio más desgraciado después del azúcar. Quitarse del cigarro es un propósito mayor. No es fácil, ni es algo que un verdadero fumador quiera hacer jamás, aunque ya supure sangre por la boca y sea un cenicero con patas. Es más fácil rehabilitar a un crackinero o un heroinómano que a un fumador, y quien lo consigue dejar de tajo por causas médicas o porque simplemente se hartó, sufre mucho los primeros meses, si no es que en el fondo sufre mucho el resto de su vida pues ese pequeño pitillo es el más grande placebo que existe. Junto con el amor, el cigarro es la adicción más mortal y más triste de abandonar, más bien no se abandona del todo, un exfumador seguirá recordando el placer del humo como un enamorado recuerda el placer que vive en un buen colchón.

Pero bueno, ahora la cosa es que cada día es más artero el ataque a los fumadores. Es ofensivo e increíble; no sólo eres el apestado de la fiesta y de los restaurantes, sino que ya en las advertencias de las películas, la leyenda de “incluye escenas con consumo de tabaco”, iguala al fumador con un pornógrafo o un psicópata capaz de almacenar cuerpos en su nevera. De ese tamaño la falta de tacto y la doble moral. Impensable para los creadores del séptimo arte; ir al cine era llegar a la butaca a ver una buena peli, las piernas de Ava Gardner y por ahí fumar como locos, comer chocolatinas y palomitas, masturbarse y soñar.

Nada de eso es ahora bien visto… por eso creo que el abuelo se hubiera vuelto loco, como yo, que cada vez me enoja más llegar a un sitio y que el espacio para echarse un tabaco sea tan indigno como ir a una mazmorra.

Apenas en navidad fuimos a un hotel muy lujoso y empecé a sufrir cuando vi en todas las paredes la leyenda de que el lugar era libre de humo. Ya me acostumbré que en las habitaciones no se fume, es más, ya casi no existen los hoteles con ventanas que se puedan abrir, y no es por el alza en los suicidios porque pocos son los valientes que deciden acabar con su vida miserable volando desde un sexto piso, son más los que se pegan un tiro o se llenan de pastillas. En fin. El caso es que cuando me topo con este tipo de situaciones, okey, estoy dispuesta a pagar por mi vicio, es decir, pido que me pongan un cuarto más amplio con balcón para que no se activen las alarmas o de plano he llegado a pagar la multa que se te impone si te cachan fumando. O más económico: soborno a la camarista para que se haga de la vista gorda. De ese tamaño es mi adicción y de ese tamaño la arbitrariedad de los nuevos lugares que no te dejan matarte solo ya ni al aire libre. Vi por ahí, que ahora en Puebla entrará en vigor la ley antitabaco ya hasta en espacios abiertos del centro, o sea, no podrás fumar ni en las terrazas dispuestas en los sitios históricos, lo cual me parece el colmo y nuevamente acota la libertad de todos aquellos románticos y suicidas que seguimos creyendo que el cigarrillo es más agradable que los seres humanos.

En fin, la hipocresía. Lo que nos lleva a inventar nuevas y más astutas formas de burlar la ley. Porque eso sí; el fumador podrá ser tonto al meterse veneno de esa forma innecesaria, pero es todo un creativo al momento en el que le prohíben darse unas caladas.

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