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martes, marzo 19, 2024

Dilemas de tocador

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Es increíble que a veces la información más elemental se nos escape.

Cosas que hacemos diario, que hemos visto desde que tenemos uso de razón.

A veces olvido nombres o apellidos de gente que sólo he visto de paso. Normal, nuestro software está lleno de caras y cuerpos y voces y olores.

Leer nos da lenguaje, ejercita la memoria. Leer es el gran secreto para brillar en muchos lados, pero también para encender mechas que generan incendios.

¿Cuántas palabras utilizamos al día?

¿Y cuántas al mes, al año y en el tránsito de una vida?

Los lectores generalmente poseemos un acervo de palabras mayor que aquellos quienes no ejercitan el hábito.

Y los que escribimos tenemos la obligación de nutrir ese archivo deseamos enriquecer los textos.

Muletillas nunca faltan. Hasta al más diestro se le van los tiros, y suele suceder que se necesiten otro par de ojos para verlas.

Las palabras son nuestra materia prima: nuestro martillo, nuestra regla, nuestro trapo, nuestro cincel.

Sin embargo, pasa de repente, que la memoria se atrofia o que ante lo obvio uno se bloquea.

Sucede mucho cuando vamos a presentarnos en público; hay quien se paraliza completamente; le sudan las manos, ante todo, por el peso del escrutinio de las demás miradas.

En mi caso he aprendido algunas técnicas para no olvidar lo que debo decir a la hora de hacer una presentación. Y si llego a trabarme, es en alguna idea de la que tengo dudas o con una palabra nueva o que aún no la conceptualizo del todo.

Me gustaría regresar a la primera infancia para re-decodificar las palabras que fui aprendiendo en un orden jerárquico. De las primeras que me gustaría reaprender es: frustración.

Estoy segura de que, si lo hiciera y tuviera conciencia de ello, no erraría tanto a la hora de tomar ciertas decisiones.

El lenguaje es la tan importante para la vida como el agua, el aire, la carne de cerdo y el buen sexo.

Las nuevas generaciones tienen bastantes conflictos de lenguaje porque ya casi no hablan; un dispositivo digital lo puede hacer fácilmente.

Pienso en esto mientras estoy lavándome las manos en el baño de un restaurante.

La idea me asalta y me atribula porque reparo en dos palabras que nunca he podido utilizar correctamente, o más bien, cuyo significado no logra hacer la conexión cuando las leo, y por lo tanto, reacciono adversamente y hasta me han llevado a accidentarme.

Puede parecer una estupidez, sin embargo, creo, sin temor a equivocarme, que en la cotidianeidad uno se vuelve flojo y comienza a actuar por inercia.

¿Por qué?

Porque desde que tengo uso de razón nunca he podido ejecutar dos órdenes que mi cabeza debe mandar a las manos a partir de la lectura de un par de palabras.

Toda la vida, al leer empujar, jalo.

Y cuando debo jalar, empujo.

Esa es toda mi columna de hoy.

Espero no ser la única persona que padece esa atrofia que, si se le busca un significado ulterior, pudiera resolver casi todos mis conflictos personales.

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