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viernes, abril 19, 2024

Un mantel oloroso a pólvora*

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Especial Segunda de cuatro entregas

 

Capítulo 28. El alazán y el centenario

 

A la mañana siguiente, luego de un desayuno ligero, los niños de Zitlalcuautla despedían a un hombre gordo, de barba blanca, que agitaba la mano. Se reían los chiquillos, se complacían diciendo que era Santa Claus: “Ya me voy, niñitos, hasta luego”.

Con unos árboles cayéndose de frío, envueltos en la espesa neblina, llegaron a Tetela. El pueblo parecía desierto, sólo algunos mozos se asomaron por una puerta grande, al mirar a la tropa se metieron a la casa con el susto reflejado en los ojos.

Carranza ordenó buscar pastura para los caballos. Luego, acompañado de los generales Juan Barragán y Francisco L. Urquizo, caminó hacia la plaza principal. Mientras enviaba a sus acompañantes a indagar sobre las autoridades se sentó en una banca. Hasta ahí llegó un hombre alto, de ojos claros y tez sonrosada, que se le cuadró con un saludo militar:

—¡Soy el coronel Tranquilino Quintero, señor presidente, vengo a ponerme a sus órdenes!

Carranza, un tanto desconcertado, le pidió que se sentara junto a él. Estuvieron platicando brevemente.

—Señor, le ofrezco mi casa para descansar y comer.

—Gracias, pero no quiero comprometerlo. Mejor ayúdeme a encontrar alimento para la caballada. Mis hombres se fueron a conseguirlo.

Cuando el hombre partió con pasos firmes, Carranza se quedó sin compañía. Era raro que lo dejaran solo, pero así lo había indicado pues quería meditar sobre la situación de los últimos días en la sierra. Se quitó el sombrero y pasó su mano por el pelo ondulado. Del bolsillo de su camisa extrajo una libreta y un lapicero, hizo la siguiente anotación: “Dormimos en Zitlalcuautla y al día siguiente llegamos a Tetela a las 9.20 de la mañana y nos comunicamos a Zitlalcuautla para preguntar si nos perseguían”.

Así lo vieron, de lejos, Lucía Posadas y su madre. Ya se había corrido el rumor que el hombre de la barba era el presidente de la república. “Es un hombre muy solo para ser el presidente”, dijo Lucía a su progenitora, luego se fueron sigilosas agraviando con sus pasos el silencio de las calles empedradas. Al regreso de los oficiales, los tres caminaron hacia el Palacio Municipal. Ya se habían congregado varios vecinos quienes los miraban expectantes. En voz baja, Carranza comentó: “Son muchos sombreros para pocos charros”. Ante la poca información, decidieron caminar por la plaza. Se detuvieron frente a una tienda de abarrotes. Afuera, se hallaba un niño jugando con su trompo.

—Oye, dile a tu papá que nos mande dos cervezas y un refresco.

El pequeño entró a cumplir el encargo. Dio dos vueltas a la tienda, luego se quedó sentado escuchando cómo los hombres platicaban.

—El general Barrios no está dispuesto a recibirnos —dijo Barragán.

—Más parece un fantasma que un hombre de carne y hueso —asentó Urquizo—. No debemos confiar en él.

—La historia de la revolución es una historia de traiciones —dijo Carranza moviendo las
manos como queriendo asir el poder que se le escapaba irremediablemente.

Se hizo un silencio que pesaba. Las palabras cayeron crueles en el ánimo de los fugitivos. Nadie habló ya. Cuando terminaron de beber, Carranza dio al niño una moneda y le jaló una oreja. Ernesto Fuentes entró a su casa emocionado con la moneda brillándole en las manos. Por la calle pasaba un mozo, iba jalando un corcel de buena estampa, Barragán se le quedó mirando y no aguantó las ganas de decir: “¡Qué bonito alazán! ¡Me gustaría montarlo!”. Cuando el dueño del caballo se enteró del comentario, por pura precaución lo montó y se fue a esconder al cerro, lejos de miradas ambiciosas.

Siempre atentos, los cadetes esperaban órdenes y se mantenían en formación. Luego se dio la señal de descanso y algunos dejaron los caballos, en grupos caminaron por el parque, en sus rostros jóvenes demostraban la energía y la entereza de los adultos pues cumplían con el deber de proteger al presidente de la República; pero en esos momentos algunos se estaban relajando de la presión y comentaban las últimas acciones de la batalla en Rinconada, donde se cubrieron de gloria al rechazar al enemigo. Alberto Valtierra Maceda y tres cadetes se separaron del grupo, querían estirar las piernas y caminaron por el parque. Alberto recién había cumplido catorce años, que se reflejaban en sus facciones adolescentes: tez blanca, ojos cafés, pelo castaño cortado a rape y el uniforme portado con gallardía. Varias personas se estaban reuniendo para mirar a los recién llegados. De pronto se encontraron de frente con un grupo de muchachas. Provincianas, de una belleza serrana, las chicas se intimidaron ante la presencia de los cadetes. Alberto se acercó al grupo, se presentó y les tendió la mano. Todas se ruborizaron, pero una de ellas se adelantó y estrechó su mano al mismo tiempo que dijo su nombre. “Carola, tienes bonito nombre”, alcanzó a decir mientras las muchachas se escabullían por una de las calles empedradas volviendo la cabeza y riendo de su atrevimiento. Un suspiro brotó del pecho de Alberto, luego volvieron sobre sus pasos…

 

Capítulo 29. La posada de Barrientos

Cansados, algunos hombres fueron a buscar la posada de Barrientos que, según se informaron, era la mejor de Tetela. La construcción tenía cuatro lados; al centro, en medio de un patio grande, había una fuente. Además de un naranjo, un durazno y un limonero, una flor de nochebuena adornaba una esquina. A los cuatro costados se hallaban repartidos, en dos pisos, todos los cuartos de la posada, que en total sumaban treinta. Al lado derecho de la entrada principal se hallaba la escalera para subir al segundo piso. Los cuartos eran más bien pequeños: una cama individual, una mesita de patas largas, un buró y una silla de madera eran todos los enseres que cabían en el dormitorio. Algunos tenían un lavamanos de peltre sobre una estructura de hierro retorcido. El piso era de tablas colocadas cuidadosamente, pues no se distinguían fisuras. En el pasillo del fondo había mazorcas en montones que tenían un brillo amarillento, costales de habas y alverjón.

Después de haber dormido mal en Temextla, a los hombres les pareció una bendición del cielo encontrar una posada con esas condiciones. Rápidamente, tomaron una habitación; algunos fueron a darse un baño a una casa cercana donde había unos temazcales: esa fue la novedad en el pueblo. Las personas que se bañaron regresaron de buen humor, limpios y con el rostro enrojecido por el vapor. Sin embargo, poco les duró el gusto. El teléfono les dio malas noticias: la llegada de Jesús Guajardo por la retaguardia significaba peligro.

Precipitadamente, Carranza dio la orden de indultar a algunos prisioneros, entre otros a Carpóforo Domínguez. Se dio la orden de retirada y todos partieron a galope con el rumbo de Cuautempan. Cubriendo la retaguardia avanzaron los cadetes del Colegio Militar; Alberto Valtierra pudo ver cómo una chica agitaba un pañuelo blanco desde el balcón de su casa; años después regresaría a Tetela para casarse con el amor de su vida: Carolina Bonilla.

San Nicolás era una ranchería asentada en una planicie de tierras fértiles con milpas, árboles frutales y vacas deambulando por sus patios sin cercas. A su paso, los encargados del abastecimiento compraron un novillo queriendo asegurar el sustento de carne para la jornada. Al llegar a Ixtolco, descubrieron lo que antes habían escuchado como un rumor: “El coronel Barrios mandó cortar ocotes, tapando con ellos el camino para evitar el paso de los carrancistas”. Grandes troncos bloqueaban el sendero. A la derecha se alzaba la montaña; a la izquierda, se abrían las fauces de un acantilado, un enorme cajete de piedra que imponía respeto con sólo mirarlo.

En la ranchería, lo recibió don Leobardo Ronquillo, quien pidió que sacaran unas sillas al patio de su casa para que descansara el mandatario. Como Carranza tenía sed, le ofrecieron agua en una jarra de peltre. No fueron más de cinco minutos, pero la presencia del hombre de la barba quedaría grabada para siempre en la mente del niño Rodrigo, hijo del anfitrión, quien recordaría la jarra asociada a la imagen de un hombre derrotado.

 

Capítulo 30. Señores, estamos derrotados

En Cuautempan, a la sombra de un zapote blanco, frente a los nueve arcos de la Presidencia y con la iglesia cubriéndole la espalda, Carranza pronunció las primeras palabras de su desaliento: “Estamos derrotados. El que me quiera seguir, que me siga; el que no, ni modo. Yo agradezco las lealtades, pero no voy a criticar a los que me abandonen”.

Los hombres se dispersaron por el pueblo, sólo los cadetes permanecían atentos. El silencio y el desánimo fueron a cobijarse con la neblina que ya venía subiendo para imponer su reinado en los tejados.

Tranquilino Quintero organizó la defensa. Consiguió algunas armas prestadas y ordenó a sus hermanos y a sus subordinados que cubrieran las entradas del pueblo para evitar un ataque sorpresa. Al mismo tiempo se preparaban los alimentos para el rancho.

Carranza fue llevado a la casa de Aureliano Bonilla, una fortaleza rodeada por una barda de piedra. Ahí comió, conversó con el dueño y con sus generales. Quizá porque ya no tenía tema de conversación o no quería hablar de traiciones, Carranza preguntó a Manuel Aguirre Berlanga por su amigo el poeta zacatecano:

—¿Y qué pasó con el poeta? ¿Por qué ya no viajó con nosotros?

—Señor, parece que tenía la urgencia de escribir un poema que le venía rondando por la cabeza, por eso decidió quedarse.

Y Aguirre Berlanga comentó que Ramón López Velarde se había embarcado junto con ellos en el convoy para viajar a Veracruz, pero andaba nervioso con unos poemas que le bullían en la mente y sentía gran necesidad de escribirlos, así que decidió bajar del tren antes que abandonara la Ciudad de México y regresó a pie a la metrópoli.

Se dijo que en esa casa se hospedaría Carranza, pero en la noche, con el mayor sigilo y cubierto con una cobija de lana, lo trasladaron por una vereda para que durmiera en la casa de José María Quintero, padre de los anfitriones, porque éstos ya presagiaban una traición. A punto de dormir, el mandatario pensaba que la suerte lo había abandonado y, sin quererlo, repitió unos versos del poeta zacatecano:

“Fuensanta: ¿Tú conoces
el mar? /Dicen que es menos
grande y menos hondo que el
pesar…”. ¡Quién dijera que
en estos momentos me hace
falta más una mujer que cien
soldados! Aunque la suerte es
como una mujer interesada; vive contigo mientras tienes
fortuna, cuando la pierdes,
sigilosamente te abandona.
Yo he perdido la batalla y, con
ella, algunos de los que se dijeron mis amigos. Pero no he
perdido la guerra. Bastaría un
golpe de suerte para recuperar
el control del poder: que mis
enemigos se pelearan entre sí
y yo pudiera emerger como ave
fénix. Pero ahora estoy aquí,
en un terreno que desconozco,
abandonado y sin suerte. Los
malditos se estarán riendo de
mí, diciendo que me protejo
con un puñado de muchachos.
Es mejor que en el siguiente
cruce de caminos se separe
de nosotros el contingente de
cadetes, se han portado como
unos valientes, pero ya no tiene caso que nos acompañen,
son muy jóvenes y no tienen
por qué arriesgar la vida por
una causa que se va perdiendo… Ojalá que Guajardo se
vaya con la finta y en lugar de
perseguirme a mí, vaya tras los
muchachos y así le saquemos
algunas horas de ventaja.

Tan pronto como la comitiva se alejó de Cuautempan, el presidente municipal, Luis Bonilla López, reunió a sus colaboradores y le pidió a su secretario que levantara un acta para dejar constancia y certificar que en ese pueblo le habían prestado todo el apoyo al mandatario.

En Totomoxtla, Carranza ordenó al coronel Casillas separar del contingente al escuadrón del Colegio Militar, luego de consensarlo con sus más allegados. Los cadetes no querían aceptar la decisión, pues querían acompañar al presidente en su odisea por la sierra, pero la orden fue irrevocable.

Sobre el mismo mostrador de la tienda donde redactaron por escrito la separación de los cadetes ordenándoles regresar a la Ciudad de México, don Felipe Cárcamo ofreció a sus distinguidos visitantes unas “pollas” preparadas con vino de Jerez.

—¡Qué buen almuerzo! —le dijo Mariel a Rodolfo Casillas, tratando de calmarlo para que olvidara su disgusto por la orden recibida.

Hasta esa tienda llegó Gabino Bonilla para entregar al mandatario dos bolsas que contenían monedas de oro y que fueron olvidadas en la casa de Aureliano Bonilla. El primer jefe tuvo para ese hombre un comentario que se convirtió en elogio:

—Si en México hubiera hombres honestos como él, no existiría tanta pobreza en el país.

Carranza no quiso comentar que al salir de la casa vio las bolsas con dinero pero no quiso cargar con ellas porque le estorbaban en la huida; así que hizo llamar al comité de educación y les regaló el contenido de una de ellas, invitándolos a construir una escuela para sus hijos.

El aplauso de la gente retumbó en la hondonada.

 

Capítulo 31. Valientes muchachitos

En Totomoxtla, luego de que el presidente les diera la irrevocable orden de separarse de la columna, el escuadrón de Caballería del Colegio Militar se encontró con las tropas de Barrios, y quien estaba al mando solicitó la rendición:

—¡Ríndanse y entreguen sus armas! ¡Están en territorio del teniente coronel Gabriel Barrios! Rodolfo Casillas, comandante del escuadrón, contestó categórico:

—¡Los cadetes no se rinden sin presentar batalla! ¡No entregaremos las armas!

Los dos bandos se aprestaron al combate con las armas listas y la tensión en el cuerpo, mientras que un oficial galopaba al encuentro de Gabriel Barrios, quien no había dado la cara en ningún momento por todo su territorio y estaba acampado cerca del lugar. Cuando recibió el parte se quedó pensando “mejor no apoyarlos pero no atacarlos, que los dejen pasar”, y luego exclamó “¡Tepochmej, amoteyi xikinchiuilikan, amo xikinpaleuikan, xikinkauakan majpanokan!”.

Luego se supo que Barrios se había adherido al Plan de Agua Prieta en apoyo de Obregón, siguiendo el consejo del recién fallecido patriarca de la sierra, Juan Francisco Lucas: “Ustedes nunca se volteen en contra del gobierno, ustedes siempre con el gobierno, sea que ganen los revolucionarios, sea que pierdan, como quiera que sea, siempre con el gobierno y siempre estarán bien parados”.

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