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jueves, marzo 28, 2024

La novia del pueblo

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Una vez le pregunté a Luisa: ¿Con cuántos tipos engañaste a tu marido? Su respuesta fue mustia al principio: “¡Cómo crees! ¡Con nadie! Bueno… Con algunos”. 

La conocí antes de que se casara con Pedro. Era flaca, narizona, desnalgada. Y tenía paño en el rostro. El clásico paño adolescente. ¿O no lo tienen todas las mujeres cuando empiezan a producir cantidades industriales de hormonas sexuales? 

Cuando Pedro nos la presentó como su novia, se mostró tímida. Poco a poco fue tomando confianza. Esto lo sé porque un día Pedro me pidió que la ayudara con algunos trámites en el Distrito Federal. Apenas la recibí en la Central Camionera del Norte, me abrazó muy efusivamente. Ya en el taxi, se pegó demasiado a mí. Luego me empezó a hablar al oído. Pude haberla llevado a un motel en el minuto cinco. Pero era la novia de mi amigo. No me lo perdonaría. 

A lo largo del día, Luisa no paró de insinuarse. No sé cómo no caí en la tentación que me ofrecía. Por fin la subí a su camión de regreso, no sin antes evadir un beso demasiado sensual. 

La volví a ver el día de la boda. Se veía grotesca. Era una novia buscando a quién llevarse a la cama. Varios de los testigos supimos que ese matrimonio no era conveniente para nuestro amigo. 

Una vez me invitaron a comer. Luisa buscaba sin éxito mis pies debajo de la mesa. Y cuando Pedro se ocupaba en otra cosa, ella me abrazaba y me hablaba al oído. Salí corriendo en cuanto pude. No era falta de ganas. Era por fidelidad a mi querido amigo. 

Empezaron a contarme historias de Luisa. Es amante de un profesor de primaria, anda con uno de sus primos hermanos, se acuesta con el nuevo jefe de la policía municipal. Al principio me resistí a creerlo. Poco después fui confirmando los rumores. A su lista de “novios” –era lectora de las cursis novelas de Barbara Cartland— sumó a tres médicos que iban a comer —mediante una módica suma— a la casa de su mamá. Era tan audaz que a veces se sentaba con ellos al mismo tiempo y repartía caricias y besos clandestinos. 

Una noche fingió un dolor terrible en el abdomen. Pedro la internó en la clínica del pueblo. Su mujer pasó toda la noche con uno de sus amantes de bata blanca. ¿Cómo lo supe? Una enfermera me lo platicó. 

Un juez llamado Paul (y apellido tlaxcalteca) empezó a ser uno de los nuevos novios. Lo había conocido en una comida de su suegra. Sus pocos escrúpulos terminaron cuando se volvió amante de un tío de su esposo.

¿Con cuántos tipos engaña a Pedro?, nos preguntábamos los pocos amigos fieles. Un día hicimos la lista. Los amantes llegaban a veinte. Varias dudas surgieron: ¿A qué horas los ve? ¿No se da cuenta nuestro amigo? 

Durante años lo engañó perseverantemente. Dos de los tres amigos leales terminaron sumándose a esa lista. Cuando Pedro murió, sólo el juez llamado Paul no llegó a darle el pésame a la viuda. 

Han pasado los meses. Varios testigos de fe juran que Luisa ha dejado de acostarse con sus novios. Desde que Pedro murió le guarda luto y fidelidad. Una de sus hermanas me contó que Luisa era adicta a la infidelidad, no al sexo. Al morir el motivo de su adicción, murieron también los extraños motivos que la llevaban a acostarse con esa extraordinaria y numerosa legión de amantes. 

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