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viernes, abril 19, 2024

La fiesta del Sol en la mitad del mundo

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Despertamos a las tres de la mañana. Era 21 de diciembre y nos preparábamos para escalar un cerro cerca del lugar donde pernoctamos esos días. Puede parecer exagerado, pero la travesía ocurrió en la Mitad del Mundo en el Ecuador.

La razón por la cual una mexicana de Huauchinango estaba en ese lugar fue porque había sido invitada por una familia de kichwas que me ofrecieron su casa y su cultura mientras duraba mi tránsito por su país. Durante mi estadía en su comunidad aprendí a despertarme a las tres de la mañana, recibir el sol después de moler maíz, llevar a pastar a los animales y caminar kilómetros cargando 20 kilos diarios con los alimentos para los animales domésticos. Aprendí a sembrar, deshierbar terreno y a cuidar el maíz cociéndose por las madrugadas.

Mis amigos colombianos habían conocido a esta familia años atrás y ya habían ido a realizar danzas tradicionales a su comunidad. En alguna de las cenas con mote (maíz) y café, nos invitaron al Primer Encuentro de Jóvenes del Chinchaisuyu que se llevaría a cabo cerca de Quito.

Chinchausuyu es una de las parcialidades de los Andes y de la organización política del llamado Imperio Inca; durante el mandato del gobernante Pachakutec se dividió la región en cuatro parcialidades compuestas por Chinchaisuyu, que corresponde los países de Ecuador y Colombia; el Continsuyo que es Perú; el Collasuyu que representa lo que ahora es Bolivia; y el Antinsuyu, Brasil y Argentina. Todas estas regiones se llaman juntas: Tawaintisuyu, que significa las cuatro parcialidades o regiones del sol.

Dicho encuentro reunía a los jóvenes indígenas de Colombia y Ecuador. Se llevaría a cabo en la famosa Mitad del Mundo o Chaupipacha.

Durante el encuentro de jóvenes se hablaron temas que tenían que ver con el fortalecimiento de las culturas originarias. Se reflexionó que los jóvenes son responsables de difundir de manera digna la cultura y la cosmovisión. Y durante esos días sería uno de los solsticios que la cosmovisión considera momentos importantes y con implicación en la tierra. Debido a que en este solsticio la duración del día es la mínima del año.

Los pueblos aprovechan este fenómeno astrológico para hacer ofrendas al sol porque desde las costumbres, se auguran las buenas siembras.

La ofrenda consistía en subir el cerro por la madrugada para prender un fuego al cual los pueblos quechwas y kichwas llaman: taita wayra (abuelo fuego) y la encomienda era velarlo en la cima dejando frutas, dulces y bebida en el piso mientras se esperaba la salida del sol entre majestuosas danzas y música de viento con tambores. Fue prácticamente una bienvenida al sol mientras salía.

La caminata por el cerro atrapaba mis pasos indecisos. Pues sería mi primera vez en despertarme tan temprano para subir un cerro tan empinado. Delante de mí y bajo el manto oscuro de la noche lograba seguir los pasos de una mujer kichwa que soplaba el polvo entre pisadas. Miraba más arriba, con el cansancio encima y la respiración dilatando hasta tomar un ritmo, veía a personas mayores y niños cargando frutas, plantas, dulces, chicha (bebida de maíz) y las hojas sagradas de la coca; planta altamente medicinal y muy respetada para las culturas andinas. Más adelante los jóvenes con sus instrumentos iban resonando los ritmos andinos con el golpe de sus alpargatas sobre la tierra del monte.

Al llegar a la cima, después de más de una hora subiendo, comenzaron a organizar las cosas y las ofrendas. Al tener los elementos listos en medio del cerro y con el sol aún ausente, un mayor comenzó a explicarnos la razón por la cual es importante ofrendar, dar a la tierra lo que nos da. Agradecer al sol cuando tiene sus fiestas (solsticios o equinoccios) para retribuir la energía que nos ofrece.

En esos momentos, por ratos escuchaba mis pensamientos. Me di cuenta que, en los contextos urbanos, es muy difícil encontrar personas agradecidas con otras personas o con lo natural; lo que nos alimenta. Noté que estaba viviendo otra filosofía de vida y que a partir de esos instantes ya no podría ver la vida humana y natural de la misma manera. Llegué a pensar en los años que perdí divagando entre certezas. Llegué a reflexionar sobre mi vida en la ciudad, llena de edificios cómodos y montañas ya invisibles.

Los pueblos indígenas viven en armonía con su entorno. No le llaman “recursos” naturales al agua, a la luz, a la tierra, a los minerales, al viento, al fuego. Le llaman abuelos o hermanos.

Llegué a esa cima, mi pensamiento se emancipó en ese momento para reflexionar lo que da vida y cómo poder tener un pensamiento que equilibre y justifique el estar ‘bien’, el vivir en armonía, el sumaj kausay o buen vivir.

Al iniciar la salida del sol, las 15 personas que caminamos desde las tres de la mañana, bailamos toda la noche y el día al ritmo de los sikuris y las quenas, la alegría de todos era contagiosa. Realmente era una fiesta. Ahí, en la cima del Chaupipacha, la mitad del mundo, donde la energía se suspende, donde la historia revoca al presente y nos genera conciencia y alegría. Un canto que no se apagará como ese fuego prendido, como la sonrisa de un indígena que a pesar de pasar momentos difíciles están ahí; resistiendo, cantando, bailando y haciendo lo que saben hacer: Enseñarnos el buen vivir.

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