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jueves, abril 25, 2024

El espejo humeante: Una representación incómoda de nuestra identidad

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Viajé desde Cali, Colombia hasta Pasto, Departamento de Nariño. Estaba comenzando un viaje que duraría cinco años. Los colores de las montañas me habían convencido. Tardé en tomar esa decisión alrededor de un minuto.

La forma práctica con la que suelo tomar decisiones no es algo común. Sobre todo, porque generalmente me cuestiono internamente algo muy básico; y aquí comparto mi secreto:

¿Si no lo haces te vas a arrepentir? Y mi mente se limita a visualizar el escenario perfecto y lo más objetivo posible dentro de la subjetividad que genera la imaginación. Si la respuesta es: no; entonces lo hago. Si la respuesta es sí; inmediatamente no lo hago o entran dos posibilidades. Una de ellas es imaginar o reflexionar los aspectos negativos o positivos que esa decisión me lleve, o simplemente lo que podría aprender de ello. Cuando no puedo decidir; simplemente echo un volado y que la moneda me diga su opinión, si no me gusta lo descarto y decido.

Así fue que, al plantearme la pregunta de regresar a México al siguiente día, o si preferiría viajar hasta Argentina por tierra para llegar al 7° Encuentro Tawaintisuyu, tomó su forma.

Lo único que mi mente evaluó fue que ya estaba en el sur del Continente y que después de Panamá era otra dimensión. Entonces dije: “Si no lo hago me voy a arrepentir”. Tomé la mochila y me dirigí a Nariño para pasar la frontera hacia Ecuador.

El plan era llegar a una comunidad muy particular que se encuentra entre los majestuosos volcanes Cotacachi e Imbabura. En los pueblos andinos los volcanes son considerados como taitas o ‘abuelos’. Esta lógica me tomó por completo.

Estando en la comunidad me sentía algo perdida, pues a pesar de haber estado en muchas comunidades en México y Guatemala; yo desconocía una cultura andina más allá de los aguayos y los tinkus, los textiles y lo que pudiera entender de ellos y su música.

Para ser sincera; no conocía nada o casi nada.

Comencé por adaptarme, absorber como esponja las posibilidades de replantearme en un ‘existir’ muy ajeno a mis categorías mentales y mis dinámicas sociales. Digamos que; no tan ajenas porque vengo de un Municipio con presencia indígena, pero, a decir verdad, nunca queda de más mostrarse en blanco, o como dirían otras personas; con el ‘corazón desnudo’ ante la magnífica posibilidad de conocer al otro. Tal como lo que la misma palabra ‘sabiduría’ significa para los pueblos nahuas: “Verse reflejado en el corazón ajeno”.

Gracias a estos principios me dejé llevar. Aprendí a sembrar maíz, a tejerlo, a cosecharlo, a cuidar el terreno durante sus ciclos tan imprescindibles. Aprendí a despertarme a las tres de la mañana para preparar el desayuno e irme con las demás mujeres a recoger aliento para los animales domésticos y a saber cómo los cuyos nos avisan cuando va a haber una visita en la casa. Aprendí a bañarme en el río, a ir a la cueva del cóndor a recordar la historia y a reconocer nuestro camino. A dejar ofrenda recordando nuestra presencia en este mundo a lado de la comunidad.

Cosechamos papas en comunidad, las repartimos; hicimos minga o trabajo comunitario, si algún elemento de la comunidad se desequilibraba en su transcurso.

Aprendí a reconocerme como parte de un pueblo, de una cultura.

Los códigos culturales están ahí; indescifrables para quien no salga a buscarlos, invisibles para los necios, indefinibles para los individualistas, decodificables para los perezosos. Simplemente están ahí; para los que tengamos la memoria que los puede reconocer. Para los futuros regionalistas después de la globalización fallida y de los tormentos de las economías mundiales. Impenetrables para los nefastos, los narcisistas y egocéntricos. Nuestros rostros están ahí, en nuestros pueblos, esperando ser reconquistados por nosotros mismos.

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