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jueves, marzo 28, 2024

Verbiest, jesuita de las estrellas

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Hacia el interior de China partió una mañana de 1659 Ferdinand Verbiest. Miró las palapas navegar sin prisa desde el delta del río de las Perlas, fábricas de aire de grandes alas. Observó el temblor del agua estrangulada. ¿Quién predice el fuego que arde impertérrito en las venas de Occidente? El viejo sueño de convertir a toda la humanidad al cristianismo y, en ese instante, ascender todos al cielo, pasaba por las inmensas tierras de Oriente. Sería como un país al que nadie ha puesto nombre, caviló el flamenco. Un fruto entre ramas virginales, las más suaves. Atrás quedaba el milagro del bosque verde. Gracias a un soplo de espejos intermedios creyó comprender los incorpóreos fracasos del delirio.

Semejantes ideas lo animaban. Marcado por el pulso gélido de la corriente, como el musgo que encuentra cobijo debajo de una teja ingresó en la Compañía. Al igual que otros misioneros de su orden antes que él, una vez aceptado se sumergió en el estudio del manchú y adoptó un nombre chino: Nan Huairen. Sobre los cubos de basura del convento, aceites, alientos aspirados, un vaho infecto. Piedra mohosa, perros vagabundos, ¿qué corazón mezquino cuenta los instantes como si fuesen monedas de cambio por estrellas, leche de ensueño, fruto que del tiempo es amo?

Su propósito original, la entraña de su pavor, era servir en las misiones jesuitas de Suramérica, poner en marcha utopías en tierras exóticas, no a partir de la lumbre y su manía espesa, sino a partir de la luz. Hacerles comprender que ese día, y los venideros, la luz venía de la luz. No sabía a cielo ni a romero, sino a luz. Pero a los 36 años de edad sus superiores determinaron otra cosa, pues el decano de la orden en Pekín, Johann Adam Schall von Bell, había pedido que alguien con sus habilidades, entre ellas tener facilidad para las lenguas, saber leer las estrellas y mostrarse afable, se apersonara lo más pronto posible en esa ciudad. “Me vería hacia fuera. Empero, adentro este vacío supremo no me deja hallar quién soy”, finalizaba su misiva el decano.

Cuando llegó a la capital del imperio Verbiest dominaba varios idiomas, si bien la situación no era nada fácil. Para empezar, pocos días después de su arribo se despertó con la noticia de que sus colegas jesuitas, entre ellos el mismo Schall von Bell, habían sido llevados a la cárcel por “enseñar una falsa religión”.

— Van sonámbulos — arguyó el consejero fiscal— ejerciendo un oficio de ciegos, cautelosos y convenencieros. No brilla el orgullo de sus cuerdas.

Verbiest intentó defenderlos, en vano. Entonces se le ocurrió soltar una frase temeraria:

— Su injusticia, gran emperador K´ang Hsi, puede hacer que Dios pegue un brinco de coraje.

Días más tarde se produjo un terremoto, por lo que los jesuitas fueron puestos en libertad. Schall von Bell y los demás le preguntaron cómo había conseguido dar ese salto triple sin red.

— Con mucha suerte —, respondió.

— Éste nació el día en que su dios se había curado de un dolor de cabeza —, ironizó el consejero fiscal frente a sus colegas.

No contento con el curso de los acontecimientos, convenció al emperador de celebrar un debate a fin de dilucidar quiénes leían mejor el firmamento, si los chinos o los europeos. Una prueba consistió en determinar la sombra de un gnomon fijo. Otra pedía predecir la posición de los planetas en cierto momento. Una tercera demandaba pronosticar la hora exacta de un eclipse lunar que habría de acontecer en esos días.

El evento transcurrió en la Oficina de Astronomía, donde se reunieron el consejo privado del emperador, los ministros de Estado, funcionarios del observatorio, así como diversos mandarines de importancia para el imperio. Se enfrentarían el astrónomo chino Moslem Yang y Verbiest. Estaban en juego no solo la vida de sus compañeros jesuitas y el prestigio de su ciencia, sino su propio pellejo. La tunda fue considerable.

Mientras Yang balbuceaba y anotaba números sin convicción, Verbiest resolvió de manera impecable los tres problemas. Incluso se permitió señalar un error en el calendario chino, el cual debía de corregirse. El círculo ecuatorial chino había sido dividido en 365.25 grados con objeto de empatar el día solar. Verbiest utilizaría el círculo de 360 grados, como se estilaba en Europa, con lo que simplificaría las matemáticas del asunto. Los prominentes, los potentados y los funcionarios no salían de su asombro. Eso implicaba cambiar las costumbres de millones de chinos, por lo que le rogaron olvidar enmienda alguna y dejarlo como estaba. A ello contestó:

— ¡No está en mi mano hacer que los cielos se ajusten a su calendario! Hay que corregirlo.

Así fueron reivindicados los jesuitas y la ciencia occidental ante los ojos atónitos de la concurrencia. Al morir Schall von Bell, el emperador nombró a Verbiest astrónomo imperial, quien le enseñó geometría y tradujo al manchú los libros de Euclides. Pasaban largas horas conversando sobre filosofía y música, momentos que el flamenco Verbiest aprovechaba para “rociar” el ambiente con enseñanzas de Cristo, aderezadas con anécdotas alrededor de la vida de san Ignacio de Loyola.

Se convirtió en confidente del emperador, así que con frecuencia se le veía en palacio y era invitado a los viajes del monarca por su territorio. Tal fue su amistad que Verbiest podía llamarlo en privado Xuanye, el nombre que el emperador había recibido al nacer. Éste, a su vez, lo elevó al más alto rango del mandarinato y le permitió predicar la fe cristiana. Sus amplios conocimientos de casi cualquier cosa consolidaron su prestigio.

— Esta será una tarde de juegos de mesa —, dijo el emperador cuando vio entrar al confidente flamenco. Se abrazaron con una sonrisa afable.

— Así será, osado Xuanye.

Estaban a punto de iniciar una partida de Xiangqi cuando el responsable de la artillería del ejército imperial pidió disculpas, pero un incidente minutos antes en el campo de tiro lo obligaba a interrumpir.

— Inmortal emperador Kangxi, ¡otro cañón ha reventado!

— ¡¿Cómo es posible?!

Imbatible en Go y Xiangqi, el emperador se quedó mirando fijamente el tablero. Controló el golpe de ira, volteó a ver a su oponente. El sol brillaba intensamente en el horizonte, no obstante, languidecía, como si tuviera que enterrarse hasta un nuevo amanecer. Ahora tenía claro que Verbiest no era experto en estrategia militar, aunque sí destacaba por su talento para pronosticar con base en la experiencia e ingenio de grandes estrategas. Sobre todo, porque habían dejado registro meticuloso de ello. Y si bien el azar, indolente, el implacable paso del tiempo, las circunstancias destructoras nos arrebataban en muchas ocasiones parte de su legado e instrucciones para atacar algo, estaba en nuestras manos reconstruirlo y, en el mejor de los casos, mejorarlo. Por esa, y otras razones, el emperador gozaba al enfrentarlo. No era un enemigo, sino el otro, el desconocido que, a veces, tiene algo que enseñarnos.

— Verbiest, ¿puede ayudarles?

Después de semanas de diseño y pruebas de fundición consiguió con éxito obtener nuevos cañones para el ejército imperial. Cuando la noticia llegó a oídos del Papa Inocencio XI, éste exclamó:

— ¡Que sirva la ciencia profana para mantener a salvo a la población!

Sin saber que los pájaros viven en otro tiempo, distinto al de los humanos, a Verbiest se le ocurrió construir una embarcación movida por vapor, preocupado por el enorme esfuerzo, en ocasiones inútil, que realizaban en forma cotidiana los pescadores y marinos. Esto sucedió antes que James Watt y Robert Fulton presentaran su propia versión de las máquinas revolucionarias.

Una vez ajustado el calendario, Verbiest se dio a la tarea de elaborar una tabla de los eclipses solares y lunares que se presentarían en el cielo chino durante los siguientes dos mil años. El emperador Kangxi quedó fascinado, por lo que le cedió la dirección del observatorio real, construido en 1279. Verbiest encontró instrumental obsoleto, por lo que comenzó a diseñar equipo original. Tuvo la delicadeza de no arrumbar los instrumentos viejos; ordenó limpiarlos y guardarlos con cuidado. Diseñó y supervisó la construcción y calibración de astrolabios, sextantes, cuadrantes, así como una esfera eclíptica armilar, esto es, un modelo a escala del cosmos, en este caso visto desde Pekín, y que servía para determinar las coordenadas de los astros. Hacia 1673 terminó de renovar el sitio y construir el instrumental que le permitirían estudiar con mayor precisión la bóveda celeste. Un año más tarde escribió Xinzhi Lingtai Yixiang Zhi, un amplio y minucioso instructivo sobre el diseño, uso y mantenimiento de los nuevos instrumentos astronómicos.

En esos días el embajador del zar ruso, quien hablaba latín, comenzó a ser frecuentado por los jesuitas, pues tenían el encargo de explorar cuán dispuesto estaría su gobernante en abrir una ruta terrestre para la Compañía de Jesús desde Europa central hacia China, anhelo largamente buscado por la orden de sacerdotes seguidores de Ignacio de Loyola. Gracias a la amistad con el emperador Kangxi y sus vastos conocimientos, Verbiest dirigió a los topógrafos que trazaron la frontera sino-rusa.

Tan profundos resultaron sus logros científicos que varios príncipes y mandarines se convirtieron al catolicismo, de manera que para cuando ocurrió su deceso, en 1688, vivían alrededor de 800 mil feligreses en mil 200 comunidades del imperio. Verbiest escribió 32 volúmenes del manual de astronomía mencionado, una gramática a fin de sistematizar el manchú, un misal en chino y una obra bajo el título de Kiao-li-siang-kiai, compendio de las enseñanzas elementales del cristianismo que se convertiría en la base de la literatura cristiana china durante los siglos venideros.

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