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miércoles, abril 24, 2024

Trozos de realidad y el hijo de la Toscana

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Caminaba por un sendero alto y silvestre, bajo nubes ominosas, sin saber a ciencia cierta cuándo la realidad se forma sólo dentro de la memoria, ni en qué momento se convierte en hija de la ignominia. Miraba como el que en vista escasa confía. Oscura e profonda era e nebulosa tanto che, per ficcar lo viso a fondo, io non vi discernea alcuna cosa. Me abrí paso entre bosquimanos que acababan de inventar el arco y la flecha, agolpados en las puertas de aquel cabaret. “Es una selva de almas espesas”, me advirtió el hijo de la Toscana. No se trataba de un sueño, caro cristal salino reservado para los que pueden conciliarlo. En realidad estaba tan despierto como un gallo al despuntar el alba. Mientras el guardia de la entrada del cabaret hacía su trabajo, el sonido local reveló un secreto a voces, algo que ya todos sospechábamos, bosquimanos, noctámbulos, poetas de pacotilla, incluso los desmemoriados que acostumbraban leerlos: El tiempo, lábil estructura del mundo, fluctuación efímera en el acontecer, podía no ser eterno. “No se acongojen, siempre y cuando lo tengan bien afeitado, su cerebro será una confiable máquina de Pandora”, aseguró Teofagia, devoradora de divinidades, docta en ritos paganos. Lo dijo para que la escucharan no solamente los que venían acompañándola, entre ellos Pepe Porras. I´ vidi Eletra con molti compagni, tra ´ quai conobbi Ettòr ed Enea, Cesare armato con li occhi grifagni. La fila de gente detrás de Teofagia, Pepe y su séquito era inmensa, tan numerosa como los que esperan en la antesala del averno. Me inclino a pensar que es el instinto lo que me conduce, me ciega, me empuja hacia un río seco, en donde no todas las cajas depositadas en el lecho yermo del antiguo cauce han sido abiertas. “Vamos a pasarlo muy mal si llegamos hasta el final”, aseguró Sounya cuando me encontré con ella, más tarde.  

No lo puedo negar. En ese entonces seguía yo padeciendo por haber sido víctima del encanto que provoca el síndrome de Morfeo Gorgojo, el crack de la crónica que embelesó Hispania hace algún tiempo con su camaleónica pluma. Si había sido contratado para elevar publicaciones en las faldas del Cerro de la Silla, a la semana empezaba a escribir como güerco; si corría como perro sin dueño para obtener la nota exclusiva en el estadio Vicente Calderón, de pronto seseaba como el más majo; en la sureña ciudad francesa de Toulouse me convertí en feroz guardián del occitano, mientras que en Catalunya recitaba poemas als quatre vents. Deixa-hi a fora la noció del temps, escuchaba la voz de mi abuelo en mi cabeza. Lo curioso es que el viejo no había nacido en aquellas tierras, si bien conoció al señor Pompeu Fabra i Poch, empeñado en dominar a las bestias con las que le tocó vivir. Su labor, paciente y ordenada, resultó ser esencialmente onírica. El secreto fue acostumbrar a los paisanos a soñar con arroz bañado en jugo de toronjas, a consumar siestas ocupadas por interminables sardanas ordenadas en forma categórica. Impresionado por la hazaña lingual de su amigo, mi abuelo se aficionó a ese idioma mediterráneo y todo lo que conlleva. “Las maravillas del habla germinarán de lo imprevisto”, le aseguró Fabra.  

Sonambulismo venial. Oigo los tambores de la redacción vecina retumbando en “la licuadora perseverante”, un diario que hace vomitar. “Quiero que me saques de quicio”, dijo Sounya. Me miró con sus ojos grises y agregó: “quiero verte sumergido en el agua”. Fue cuando empezó a hablarme otra vez de cosas que nadie puede comprobar. Comimos algo en una cenaduría improvisada dentro de una vecindad de la calle de Orizaba, en la colonia Roma de la Ciudad de México. La hija de la dueña le contó a unos comensales que, en el año de 1951, en ese viejo edificio de los treintas había vivido unos meses el escritor norteamericano Jack Kerouac. Yo no había nacido, ni Sounya, mucho menos la mesera. Sounya se volteó, sin mostrar emoción alguna por lo que había escuchado. Aproveché para decirle:  

– Nunca alcanzaré a darme la buena vida que merezco. Ahora me doy cuenta de que he estado picando piedras para que otro trepe sobre ellas y se encumbre… ni siquiera me alcanza para pagarme una lápida. 

– Tu problema –respondió ella– es que vives soñando en poseer una montaña de cosas y personas que te produzcan placer y te sirvan sin chistar. Te mueres porque los demás te miren con envidia. Cuando no sucede, duele. ¿Qué es? Una ilusión fugaz de permanencia, el fondo de todo tu sufrimiento. 

– Estoy destinado a triunfar. 

– Claro, tal vez porque eres el único que conoce el verdadero valor del dinero. 

– No tengo la culpa de que otros lapidarán su suerte y ahora estén sentados sobre una montaña de nada.
– Y sus vástagos serán nadie. 

– ¡Qué te puedo decir! 

– Confiésalo, lo que quieres es morir con alguien a tu lado, quien sea, alguien que te recuerde cuán genial fuiste. 

– Está todo arreglado, hay un itinerario preciso hasta mi última morada. 

Salimos del lugar. El cabaret galáctico estaba a punto de cerrar sus puertas en una estrecha calle del Casc Antic de Carcelona, pero, aquí, en la colonia Roma, apenas iba a iniciar la función doble sobre la Segunda Guerra Mundial en el cine Estadio. Miramos las marquesinas donde se colocaban fotografías a fin de promover las cintas. El título de una de ellas llamó nuestra atención: De aquí a la eternidad. Corre el año de 1941. Robert Prewitt, soldado norteamericano, acaba de arribar a Hawaii, atormentado por su vida pasada. Para colmo, su capitán lo conoce, sabe que fue boxeador y lo quiere obligar a subirse de nuevo al cuadrilátero defendiendo su unidad y las apuestas implícitas. Prewitt se niega; en represalia ordena a los compañeros de la unidad que lo hostilicen. El inicio de un calvario. No entramos. Sounya adujo que se mareaba al tratar de seguir los subtítulos. En eso se acercaron dos mocosos, lamentándose por no traer un quinto en los bolsillos, y cada minuto se les hacía más tarde para regresar a sus casas. Una pareja en sus cincuentas se detuvo junto a ellos. El hombre comenzó a platicarle a su pareja que la segunda de las películas de esa noche estaba inspirada en las hazañas de Guy Louis Gabaldon, un chicano de Los Ángeles que dio muerte a más de cien nazis durante el desembarco de Normandía y él solo capturó a dos mil japoneses en diversas acciones del Pacífico. Años más tarde intentó postularse como diputado por un distrito de California, pero fue hostilizado. Debido a la brutalidad policiaca contra los chicanos en el estado devolvió sus medallas al gobierno del presidente Nixon y se fue a vivir a Ensenada, Baja California. Luego se mudó a Florida, donde murió. El hombre calló, miró a los chamacos, que lo escuchaban absortos, sacó un billete de diez pesos y se los regaló. 

Sounya y yo caminamos por la calle León de las Aldamas, rumbo a su casa. Era mi mente donde medía el tiempo que le tomó despedirse. No fue algo objetivo, surgió entre penumbras. Cuando finalmente me dijo adiós, agregó, en romaní:  

Tiri butî tut barârel, na tire lava. 

Me quedé embelesado ante aquellos sonidos exóticos, dulces y fuertes al mismo tiempo. Una gota temporal golpeó lo que ya no era, apenas recordado por las huellas de desconcierto y, enseguida, admiración, al observar en la pasarela de mi mente una docena de militares haciendo striptease. 

– Tus obras te hacen grande, no tus palabras –tradujo ella. 

Acto seguido, me besó. Una huella del ayer animoso, herético, me condujo en modo de levitación a mi casa. En las escaleras, en mi habitación, mientras me aseaba la boca, recordé lo que me había dicho mi abuelo alguna ocasión. 

– Un juez declara a un prisionero culpable de un delito banal y le dice que, por lo estúpido de su crimen, pues se ha cargado a cien personas, lo colgarán después de pasado un año, a mediodía, ni un minuto antes ni uno más tarde. Y para que sienta la magnitud de su tontería, no conocerá el día preciso de su ejecución hasta que llegue. El prisionero, que algo sabe de lógica, piensa unos segundos y sonríe para sus adentros, diciéndose: “¡Estoy salvado!”.  

– ¿Cómo lo sabe? –me preguntó.  

Perplejo, no supe qué responder.  

– El prisionero no puede saber qué día lo colgarán, por lo que no puede ser ejecutado el último día, pues lo sabría –siguió diciendo mi abuelo–, y hacia atrás siempre sería lo mismo. Lógicamente, ¡el prisionero no puede ser colgado! 

Sentí una inmensa felicidad. Con sus consejos lógicos podía ser inmune, inmortal. Entonces tuve la ocurrencia de decir:  

– ¡Qué manera de salvarse!  

A lo que el viejo me respondió:  

– Lo ejecutaron al cabo de doce años, a mediodía, ni un minuto antes ni uno más tarde.  

Seguramente notó mi gesto de angustia porque me dio una palmada en la espalda, un peso de plata y, antes de mandarme a la tienda de chocolates por cien gramos de trozos rellenos de cerezas en licor, me dijo:  

– No vivimos en un mundo lógico, ¿entiendes?, y no olvides contar el cambio. 

Sin duda se estaba mofando de mí, pensé, pues si a los doce años de edad no sabes contar el cambio, estás frito. A los pocos meses mi abuelo murió. Una interrogante, aterradora como un hoyo negro en el centro de la galaxia, vino a mi cabeza: “¿Quién me hará desatinar de ahora en adelante?”.  

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