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viernes, abril 19, 2024

Trozos de realidad y el hijo de la Toscana/III

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Eran días húmedos. Dentro del cabaret galáctico, enclavado en el Casc Antic de Carcelona, el hijo de la Toscana embelesaba con sus cantos a los miembros de la galleta cósmica de Jaume Sisa y a un público entusiasta, convencido de que estaba haciendo historia.  

Ma non vorrei che tu a mezzanotte e tre, stai già pensando a un altro uomo. Mi sento già sperduto e la mia mano dove prima tu brillavi, è diventata un pugno chiuso, sai…”. 

Pero, espera, ¡esa es una canción de Adriano Calentano! “Oh, Dios”, respondió el toscano, “candorosa mezcla mediterránea”.  

Pos sí –interrumpió Teofagia, dirigiéndose a Pepe Porras–, pero sigues sin decirnos qué te pasó en la cara. 

Pérate, ¿te acuerdas que era bueno para los cates? 

– Vaya que me acuerdo. Rompías narices como cacahuates. 

– Pues Tapia tenía un hijo, Johnny, portento del boxeo a los ochos años de edad; el viejo me puso de su monigote para enseñarle golpes macizos, cabeceo, una que otra finta de gravedad.  

Un día el viejo Tapia desapareció y me dejó con los narcisos. 

Loca como una cabra, la madre decía: “Aprende a regurjitar, hijo”.  

La mujer, de cabellos guedejosos, continuaba: “Tienes que aprender a respirar bajo el lodo, cariño, entiéndelo bien. Tu necedad me gusta, pero tienes que proyectarla, métetelo en la sien”. 

Curioso resultaba que a Johnny le pidiera entendimiento, que demandara comprensión, alguien que vivía en la confusión.  

Su gusto compulsivo por los efectos del alcohol combinado con polvos, trazas de cocaína, anfetamina, estricnina y de pies talco, la descalificaban para hablar de lo bien que uno podía hacer algo.  

“Johnny, tienes que convertirte en alguien de mundo.  

“No creo en las lágrimas ni en el arrepentimiento oriundo.  

“Apenas tengo fe en cosas como los relojes de oro  

“y las esclavas con brillantes…”. 

Alburquerque, la ciudad más pirada del sureste gabacho, donde a los machitos se les aguada la canoa cada vez que me agacho, y los miserables indios aún creen que la tierra tiene algo que decirles.  

Ahí anduve con Johnny Tapia Junior, no tengo por qué mentirles.  

La primera ocasión me llevó a conocer Mesa Blue.  

Luego fuimos de excursión por el lado de West Mesa.  

Las piedras nos hablaron en el camino de Taos, advirtiéndonos de que, a partir de ese punto y en adelante, nos toparíamos con un montón de pelaos. 

No habría excusa si se descomponía el motor.  

Sucedió cuando estábamos en los alrededores de Santa Fe.  

Un mecánico de piel bronceada nos esquilmó con ardor, pero echó a andar la troca, no había de qué quejarse.  

Y ni madres de pelarse. 

La avenida de los petroglifos nos condujo a Sedillo Vista, donde Johnny quiso pernoctar y pistear hasta hartarse.  

Nos movimos a Vista Bonita al día siguiente.  

Esa noche dormí como cerdo indigente.  

No obstante, recuerdo que la casa se llenaba de cosas verdes y el agua se filtraba por las paredes, Johnny Hiedes, en lo que resultó ser una cadena onírica de petroglifos con la leyenda: “Soy verídica”.  

Había vegetales marcados con textos agresivos, caldos intoxicantes.  

Entonces me piré en busca de Agua Fria street, con ganas de encontrar el regreso a Santa Fe, cuanto antes, “Eres sordo como una tapia. Eres gordo como la papa”, le decía a Johnny para hacerlo reaccionar, y el bato no movía una ceja.  

Cree que yo armo escándalos, el buscapleitos se deja.  

“Dame uno doble, pega con manos de roble”, cantaba la papa.  

Gracias al Creador de este caos pude pagar un catre de diez dólares.  

Vi a Johnny Junior haciéndose pasar por agente secreto de las trompadas.  

Según él mismo me lo contó, y no mamadas, a los once años de edad ya era un carnicero aterrorizando a los adolescentes con sus manos de cenicero, quienes que se quedaban congelados, momificados, como si la testosterona se les atorara en el cogote traicionero al verlo venir con su andanada de ganchos y cruzados, de rectos y golpes volados.  

De hecho, sí era un entrometido.  

Odiaba a quien vivía apurado, aterido, de manera que aprendió a sacar la nariz y meter las manos con ganas de sacudirse los gusanos. 

Un amigo suyo, mayor de edad, solía llevarlo en su Chevrolet gris plata al deshuesadero, donde se surtía de alguna pieza inservible, nada barata.  

Johnny Junior no era un acosador ni a nadie le interesaba extorsionar.  

Se enganchaba con el profundo placer del contacto ocular y, de una manera insospechada, con el obscuro deseo de explorar la verdadera capacidad de resistir el dolor y la nada.  

De esa forma obtuvo cinco campeonatos mundiales en tres pesos distintos.  

Gallo de la Asociación Mundial de Boxeo, junior gallo de la Federación Internacional, como el buen Romeo, y el de la Organización Mundial, así como el cinturón de peso pluma de la Federación, una noche de bruma.  

Sus seguidores siempre lo consideramos el patrono de los desvalidos.  

Mientras enfrentaba querellas de diversa índole fuera del cuadrilátero, dentro de éste boxeaba como un santo guerrero de los sufridos.  

Ingresó a la cárcel por primera vez, poniendo al público enfurecido.  

Luego, cuando la ley vino una segunda vez por su persona, mal herido, el populacho no lo abandonó y se prendió de nuevo, enardecido.  

La tercera ocasión que lo apresaron, un incendio se propagó por la ciudad.  

Siguieron un cuarto encierro en chirona y, pocos meses más tarde, el quinto, poniendo la cosa más cabrona, tal vez la temporada más cruel y despiadada que me pasa por la pelona.  

La sexta ocasión que Johnny Tapia Junior fue aprehendido, la gente realizó disturbios durante un fin de semana completo. Y se fue de frente. 

Un policía desarmó a un navajista y con mi cara se ensañó.  

– ¡Qué poca! ¡Nada le importó! 

Pepe Porras alzó los hombros y siguió. 

–Johnny Junior volvió al cuadrilatero, los aficionados lo aclamaron a rabiar.  

Era como estar en el más acá del más allá, sin vacilar.  

Todavía ingresó a la cárcel una séptima vez.  

Quizá por ello, durante una pelea contra un rival local de Albuquerque y excampeón mundial, Danny Romero, sufrió un nuevo revés. 

Aun así, sus simpatizantes lo bautizaron como “Burque, el mejor”.  

Pero, como ven, su vida estuvo marcada por la tragedia y el fragor.  

Lo vi en sus ojos.  

No tenía que contarme su historia, la había repetido a un reportero deportivo, de hinojos.  

Cuando cumplió ocho años de edad su verdadera madre fue asesinada de veintitántas puñaladas, sin piedad, con un destornillador, a manos de un líder sindical de filiación comunista.  

Descubrí en el fondo de su mirada el transcurrir de la muerte, imperialista, que se pasea furtiva, en espera de que el estoico caiga rendido.  

Johnny Junior fue proscrito, anotado con odio su nombre en una lista. 

No pudo boxear durante tres años y medio, lo tuvieron recluido a causa de su adicción a la cocaína, por ella fue vencido.  

Pero salió. Meses después ganó por nocaut a Henry Martínez, recobró el título gallo como si por el cuadrilátero anduviera en patines.  

Su estoicismo le ayudó a conquistar otros cuatro campeonatos en los siguientes ocho años. Su última pelea la ganó por puntos a Pastrana; una decisión dividida, pues se lastimaron, muy juntos.  

Johnny terminó destrozado, con principio de Parkinson, lagunas mentales; 59 nocauts, cinco empates, dos derrotas ante tremendos sementales.  

Lo hospitalizaron en Albuquerque debido a una sobredosis de blanquecina.  

Varios días después, cuando se dirigían a visitarlo, su cuñado y su sobrino murieron en un accidente, y no pudieron contarlo. 

“El pentacampeón mundial de boxeo, cuya turbulenta carrera estuvo marcada por su afición al alcohol y la cocaína, su incapacidad para manejar la depresión y diversos y reiterados problemas con la justicia y la incomprensión, fue hallado muerto este domingo por la noche en su residencia de Albuquerque, al parecer, de inanición”, informó la policía. Tenía veinticinco años de edad.  

¡Qué calamidad! 

Un vocero policial dijo que las autoridades recibieron una llamada para acudir a la vivienda de Johnny Burque, a las 2:45 de la madrugada.  

Esa la hice yo. El vocero anunció que se realizaría no una autopsia, sino una necropsia, a fin de determinar la causa de su deceso.  

“¡Burque, Burque!”, clamaba la gente con seso. 

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