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viernes, marzo 29, 2024

Sesgo de supervivencia

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Almas espesas agolpadas en las puertas de aquel cabaret enclavado en el Casc Antic de Carcelona, las recuerdo. El hijo de la Toscana consiguió borrarlas de mi mente. Luego susurró a mi oído:  

            novi tormenti e novi tormentati  

           mi veggio intorno, come ch´io mi mova 

           e ch´io mi volga, e come che io guati 

“Han tancat la rambla”, agregó, “han fet fora tothom”, haciendo gala de sus dotes de políglota. Para espabilarme, Rosalía, mi hermana, quien estudió medicina, consideró como remedio llevarme a una reunión con sus colegas y otros amigos, entre ellos una investigadora de física.  

– Mi hermano, Anatolia; mi amiga, Laura Concepto. 

Habían visto Rissoto amaro en el canal de películas viejas. Quizá porque eran suspicaces y les gustaban las cintas de celuloide “con mensaje”, mi hermana y Laura se pusieron a bailar swing, igualito, según ellas, que Silvana Mangano cuando saca a bailar a Vittorio, ante el enfado de Ralf Vallone, sin hacer caso al hecho de que hasta la más dulce sonrisa puede amargarse. Durante la conversación Laura mencionó algo que el científico alemán Albert Einstein había aseverado sesenta años antes, luego de reflexionar sobre el tiempo y el espacio: 

– Está claro que presente, pasado y futuro son la misma cosa. Establecer diferencias es una ilusión que nunca nos abandona. 

– Hasta que pasamos a mejor vida –opiné. 

Laura se rio. Me miró como si estuviera anclada en el suelo y yo a punto de surcar los aires en una canasta suspendida de un globo aerostático. Para impresionarme aún más empezó a hablarme de números. 

– 6174. 

Alcé las cejas, diciendo: “¿Y?”. 

– Parece un número ordinario, sacado de la manga, pero no me creerías si te digo que ha fascinado a docenas de matemáticos y aficionados a los números desde hace poco más de treinta años. 

– ¿Tanto así? 

– Piensa en un número de cuatro cifras donde al menos dos sean distintos. 

– Mmm… 1,234. 

– Ahora le damos la vuelta a la tortilla, nos queda 4,321. Luego resta el número más pequeño del grande. 

Laura hizo una pausa, esperando a que le diera una respuesta. 

– ¿4,321 menos 1,234? 

– Así es, lo cual nos da 3,087. Entonces los ordenamos de manera descendente, es decir, 8,730, y luego los invertimos, nos da 0378, y restamos. ¿Qué número obtenemos? 

– 8,352 –aventuré. 

Ella asintió y siguió. 

– Repetimos la operación: 8532 – 2358 = 6174. Si volvemos a hacerlo, tenemos 7,641 – 1,467 = 6,174. Y, como te habrás dado cuenta, de aquí en adelante nos enfrascamos en un círculo sin salida. No importa con cuál número comiences, si cumples las condiciones siempre llegarás a 6,174. Su descubridor reconoció haberse vuelto esclavo de estos juegos. Le sucedía algo similar, afirmaba, a lo que acontecía en la cabeza atribulada del borrachín, a quien no le importa seguir bebiendo, pues lo único que desea es permanecer en ese estado de gracia placentera por los siglos de los siglos.  

– ¿Y si juegas con tres cifras? 

Laura sonrió maliciosamente. 

– Encuentras que el número mágico, pesadillesco, ya no es 6,174 sino 495. 

Mi hermana se acercó a interrumpirnos, pues el día siguiente debía hacer guardia en el hospital. Laura anotó su número telefónico en una servilleta. Terminaba en 495. 

– ¡Demonios! –le dije a mi hermana durante el regreso a casa–, podrán canonizarte santo diez veces, pasar siglos en terapia mental, comprar doce cartas astrales al año, murmurar mantras y rezar el rosario. Nada de eso tiene sentido hasta que descubres tu número mágico. 

Me miró de reojo, sin quitar la vista de la avenida. 

– Mejor échate un coyote, manito –sugirió. 

Nos frecuentamos. Laura era guapa y sabía cosas. Gracias a ella descubrí un mundo de ideas y personajes de los que tenía una vaga impresión. También encontré denominadores comunes, dentro y fuera de la cama. Ella tenía auto y yo insistía en no engancharme con uno.  

– En principio son embelesantes –dije–. Luego enseñan su verdadero rostro intoxicante, en particular cuando las legiones de trogloditas aceleran los pedales inyectores de gasolina, un jugo espiritual, extracto de millones de organismos fósiles, procesados por las condiciones del planeta durante tanto tiempo que seríamos incapaces de imaginarlo, aunque estemos dispuestos en cada acelerón a deshonrarlos. 

Laura me observó con cautela. 

– Tienes razón, pero estarás de acuerdo que para las mujeres el transporte público es como jugar a la ruleta rusa. 

Sentí pena. Los argumentos de ella eran contundentes, a diferencia de mis exabruptos histéricos. 

Un día en que todo mundo, en el trabajo, en los restaurantes, cafés y cines discutía si el Gran Hermano pronosticado por George Orwell ya estaba o no entre nosotros, la invité a comer a casa de mis padres. Al salir, Laura sintió que, ya entrados en confianza, podía satisfacer una temprana curiosidad. 

– ¿Te puedo hacer una pregunta? –dijo. 

– Desde luego. 

– ¿Por qué tus papás te pusieron nombre de continente? 

– Ya los conociste, les gustan los cuentos antiguos. Mi papá es apasionado de la historia, cosa que me inculcó, y mi mamá es experta en lenguas. Si sabes que Anatolia es el nombre que se le daba al Asia menor, quizá también sepas que es el paso de Ocidente a Oriente, la primera puerta que abrieron los cruzados para conquistar Jerusalém. Es una región crucial para los turcos. 

– Algo sé –comentó Laura. 

– Pues resulta que el grupo anatolio de lenguas indoeuropeas, de donde procede el español, es el más antiguo del que se tiene testimonio. Se han encontrado tablillas de arcilla con textos cuneiformes de hace más de 1700 años. Hay quienes creen que el hitita, es decir, el anatolio que hablaba la gente común, tiene semejanzas morfológicas con el céltico, con el itálico también. 

– Fascinante. 

Le confesé mi pasión infantil por la Segunda Guerra Mundial, en particular las batallas aéreas. 

– ¿Sabías que los aliados levantaron un registro de los agujeros de bala en los aviones que habían sido tocados por la artillería terrestre y área enemiga? –dije–. La idea era reforzar esas partes de los aviones… 

– …Y aguantar los embates. 

– Exacto. Pero un matemático húngaro, Abraham Wald, concluyó otra cosa. Las zonas golpeadas representaban el daño en los aviones que lograron regresar. Había que reforzar los puntos donde no había registro de bala, porque era ahí donde los que no lo consiguieron habían sido heridos de muerte. Lo llaman sesgo de supervivencia. 

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