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jueves, marzo 28, 2024

El covid y yo

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Como muchas historias de monstruos, desde hace dos años los relatos del covid llenan de sombras nuestros sueños. La diferencia es que esos relatos y esos monstruos nos llegan a través de los medios, las pláticas de pasillo, las charlas de sobremesa. Desde hace dos años, ese fantasma no nos da reposo, no nos permite respirar a nuestras anchas ni tender la mano a una persona que recién conocemos. Para evitar su contagio nos quitó el abrazo, el roce cómplice, la risa a carcajada limpia. Aunque no creo que este fenómeno salido de nuestras pesadillas alimentadas por las recurrencias de Hollywood sea el punto final de todas las historias de la humanidad, sí creo que se trata de una de las caras más terribles del miedo: la presencia de un ente invisible y sin embargo omnipresente en cada acto de nuestra vida. Para mí es el equivalente del dibuuk, ese espíritu malévolo de la tradición judía que anda por la tierra aferrándose a los cuerpos que le permiten seguir en este plano de la realidad.

*

Mi encuentro con el dibbuk empezó el pasado domingo 9 de enero de este 2022.  La mañana había estado muy tranquila. Como todos los fines de semana, las horas volaban entre los quehaceres rezagados, los kilos de ropa por lavar, el avance de una novela que está llegando a su fin en su primera versión, los cohetes de la fiesta patronal de ese día (de cualquier día en Cholula), y la tenaz sensación de estarme asomando al vacío. Seguramente, para entonces mi dibbuk ya se había instalado y muy cómodo empezaba a dirigir su orquesta de síntomas. A eso de las cinco de la tarde pasé de estar bien a estar profundamente mal en minutos. Dolor de cabeza, escalofríos, estómago revuelto y, ¡horror!, una tos seca y persistente. A pesar de la inquietud que me ocasionó el súbito malestar, no me preocupé sino hasta el día siguiente cuando intenté levantarme para ir al trabajo. El dolor de cuerpo era atroz, la tos había empeorado y la fiebre había subido. Ni tarda ni perezosa le hablé a mi médica de confianza. Coincidió conmigo en que era importante hacerme la prueba PCR. El resultado fue positivo. En ese momento el dibbuk se asentó de manera oficial en mi conciencia. De estar mal pasé a estar muy mal. Ahora ya tenía dolor de huesos, cansancio extremo, músculos ateridos y al dolor de garganta se había sumado una fuerte sensación de opresión en el pecho.

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Me confinaron a mi recámara, a mi cama y a mis aterrados pensamientos. Me horrorizaba contagiar a mi familia, a mis compañeros de trabajo y a quien respirara mi aire lleno de pequeños demonios flemáticos.

Y ahí estaba yo, aterida de frío, perdida en mis pensamientos. En un momento en que me bajó la fiebre recordé la noche que falleció mi hermano José Antonio Meyer, por covid, el 10 de febrero de 2021. En aquella ocasión me despertó una sensación de terror profundo, absoluto; un miedo que jamás había experimentado en la vida. Al despertar de la pesadilla, vi la sombra de una persona en el quicio de la puerta de la recámara. Pensé que era uno de mis desvelados hijos, pero nadie respondió a mi llamado. Me incorporé de inmediato, presa del pánico. Encendí todas las luces, fui a la recámara de los chavos, conté a los gatos, revisé si la perra pudo haber encontrado al intruso y la habían hecho callar de una patada, pero su plácido sueño me convenció de que todo se había tratado de un mal sueño. Muy malo. La última vez que se me había presentado alguien así, fue cuando el cuentista y buen amigo Alejandro Meneses falleció en su casa un sábado, aunque hallaron su cuerpo el lunes siguiente.

Durante el día no pensé más en la aparición nocturna; sin embargo estuve muy inquieta. A las 5 de la tarde empecé a recibir mensajes de pésame. ¿Cómo? ¿Que mi hermano José Antonio había fallecido? Seguro era un dato erróneo, una mala broma. Yo ni sabía que estaba enfermo. Cuando se confirmó su fallecimiento, por la hora de la muerte supe que fue él quien me había ido a avisar de su partida. Lo que más me perturbó fue la sensación de terror cósmico que me invadió durante varios minutos esa noche antes de poder despertar. Estoy segura de que sentí lo mismo que él sintió a la hora de su muerte, solo y abandonado en un hospital del sector salud. Terror puro. La forma más profunda de la tristeza.

Recordé los tiempos en que José Antonio se hizo cargo de la familia cuando mi padre falleció a los 55 años de un infarto. Siempre comprometido con sus hermanos menores. También recordé las palabras que le regaló a mi hermana cuando la muerte la alejó del sufrimiento sin fin ni remedio posible de la esclerosis múltiple. Al llegar a la Ciudad de México, los tres hermanos que vivimos en Puebla rodeamos el lecho mortuorio de María Luisa. Entonces José Antonio le habló con enorme cariño, le dio las gracias por haber sido nuestra hermana durante el tiempo que la vida y su enfermedad nos la dejó. Y se dirigió a ella como “Princesa”, el sobrenombre que le endilgó mi padre a su hija favorita. Esa última caricia fraterna me pareció que regresaba a mi hermana al estadio original, antes de su enfermedad, antes de la espasticidad, la ceguera y la parálisis. La reintegraba al tiempo de cuando era estudiante de Medicina, con todas las ganas y la voluntad de convertirse en pediatra.

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La noche del martes 11 de enero de 2022 fue muy mala. Mucosidad incontrolable, tos y fiebre que no bajaban con nada. Ante la amenaza de la hospitalización, recordé la incansable búsqueda de curas mágicas para mi hermana María Luisa que condujo a mi madre a las guaridas de brujos, chamanes, médicos alternativos. Todo un recorrido espectacular de personas que en ese entonces despachaban en las viviendas más ocultas de barrios y pueblos. Tal ejercicio de memoria me transportó a un lejano episodio de mi vida en el que fui parte de un grupo de sanadores adolescentes conducidos por místicos y maestros de “la conciencia”.  Lo que ahora se llama “el cuerpo cuántico”, y antes “el cuerpo astral”, era en ese entonces más importante que el estudio para un examen del colegio. Intenté evocar aquellas prácticas. Sirvió para poder dormir bien y despertar bastante descansada.

Ya con más ánimo me puse a arreglar mis archivos de obras en proceso. La amenaza de la hospitalización continuó el miércoles 12 de enero, y en una forma un tanto irresponsable visualicé terminar todas las novelas y libros de cuentos sólo si mi dibbuk aceptaba salir del holograma, atravesar el portal o como se llame el viaje dentro del espacio cuántico, de regreso al pasado, directo hacia el meteoro que lo trajo a la tierra.

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Es la madrugada del jueves 13 de enero de 2022. Toso y estornudo. Nadie me oye. Hace mucho que no estaba a solas conmigo misma. De las batallas enfrentadas estos días contra ese dibbuk moderno que es el covid, contra los fantasmas y recuerdos, concluyo que me hace falta regresar a la parsimonia, al diálogo con mis libros favoritos, a la enseñanza y a cerrar la puerta en las narices a los monstruos que, aunque ellos no lo saben, a partir de este día me hacen los mandados.

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