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viernes, abril 19, 2024

Violencias

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Una señora se echa en reversa porque la calle por donde deseaba dar vuelta a la derecha está cerrada. Se mueve hacia atrás con una calma que desdeña la fila de autos que empiezan a impacientarse por su lentitud. Sin poner las intermitentes ni sacar una mano para siquiera anunciar que se dará vuelta en U, la conductora obliga a toda la fila a echarse en reversa y hacerse a un lado. Nadie le toca el claxon. Ella, insatisfecha por el espacio que se abrió para dejarla pasar, se enfila hacia el final de la calle haciendo gestos, mentando madres y dando el dedo a quien no se abre lo suficiente para sus maniobras.  

Llegas corriendo a una conferencia de prensa. Cae una torrencial lluvia. El cuidador del espacio te deja pasar, amable y consciente de tu necesidad de bajarte del auto bajo el alero de la entrada y llegar lo menos ensopada posible. En la puerta, te das cuenta de que has olvidado el cubrebocas. Una joven te dice: 

-Señora, pase rápido. Solo la esperan a usted. 

Tú, muy diligente, señalas que no traes cubrebocas, que vas por él al coche. 

–¡No puede pasar sin cubrebocas! –te dice, redundante, cobrando de pronto un súbito poder sobre tu persona.  

–Ya sé –contestas. Dígales por favor que regreso en dos minutos. 

–¡No podrá pasar sin cubrebocas a la conferencia, señora! Empezarán sin usted.  

Te quedas sin palabras. Por la innecesaria reconvención, porque si no le dices ni cuenta se da, por sus ganas de imponer un orden que excede a sus facultades. De puro coraje entras sin cubrebocas y te acercas a la organizadora, que tampoco echa en falta tu cubrebocas. Solo te sientas en el presídium y la conferencia empieza.  

Un conductor te muestra el dedo solo porque no le aceptaste el laminazo. Una camioneta casi te aplasta con tal de no dejarte pasar en una esquina.  

Llevas más de media hora tratando de hablar con una persona que tiene por deporte manipular hechos y datos y te mantiene atada con su verborrea a una silla como si fuera la tía regañona que odia tu presencia en su vida. 

Mandas un mensaje de whats y te dejan en visto por días enteros aún si es un tema urgente.  

Llueve y tratas de caminar rápido por las aceras estrechas, llenas de personas igual de atarantadas que tú. Una mujer pasa con una sombrilla enorme. Va golpeando cabezas y rostros sin hacer caso de las protestas de quienes tienen la mala suerte de pasar a su lado.  

Hablas sobre un tema importante mientras la otra persona se ríe con los memes que llegan a su celular. 

Alguien le grita improperios a un subalterno, a una empleada doméstica, a un peatón que no cruza rápido la calle.  

El mesero te sigue ignorando. Ya van tres veces que pides el servicio. Piensas si irte o quedarte. 

Tu mejor amiga asiste a su clase de programación. Es mediodía y se te hace tarde para pasar por ella. Tuviste que dejar tu cuarto limpio y la cocina levantada antes de salir a la universidad. Vas con 10 minutos de retraso. Al llegar, encuentras un tumulto. Policía, bomberos, gente gritando horrorizada. Un profesor de programación sacó un rifle que pasó por el detector de metales sin ser reconocido y disparó. Una ronda, otra. Murieron ocho alumnos, tres de ellos todavía frente a la computadora que aprendían a programar. Otros quedaron heridos. Alcanzas a ver las camillas con los cuerpos embolsados. No lo sabías en ese momento, pero en una de esas bolsas va tu amiga que emigró de Hong Kong para ser libre.  

Una joven desaparece en una carretera después de bajarse de un taxi. Aparece varios días después en la cisterna de un motel.  

Contestas un número desconocido en tu celular. Tenemos a su hermana, dice una voz aguardentosa. Le gritas que tu hermana falleció hace varios años. Cuelgas antes de que te dé un ataque de risa. 

Llega la noche. Te metes entre las sábanas frías. Cierras los ojos y piensas en la famosa frase de Vivien Leigh en Lo que el viento se llevó: “Mañana será otro día.” 

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